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A 20 años de la muerte
de Primo Levi
El poder de las palabras
Por Jack Fuchs, Escritor y pedagogo. Sobreviviente de Auschwitz.
Si
esto es un hombre
Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
La enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.
(Primo Levi, Si esto es un hombre, 1947)
Primo Levi nace en Turín en 1919, en el seno de una familia de judíos
piamonteses. Estudia en el famoso Instituto de Azeglio e ingresa a la
Universidad donde, pese a las leyes raciales, presenta su tesis de
química en 1941. Poco después, se une a la resistencia antifascista. Es
denunciado y detenido en 1943. Las primeras deportaciones de judíos a
Auschwitz habían empezado en octubre de ese año y Primo Levi fue uno de
los 7500 judíos italianos deportados y uno de los 800 que sobrevivieron
y regresaron a su patria. Sobrevivió hasta la liberación, el 27 de enero
de 1945. Ocho meses y 23 días después, tras un increíble vagabundeo por
Europa del Este –relatado en su magnífico libro La tregua–, Primo Levi
vuelve a Turín. Allí reanuda su vida, encuentra un empleo de químico y
se vuelve director ejecutivo en una empresa de pinturas. Se casa y tiene
dos hijos. Vive allí hasta su muerte, el 11 de abril de 1987, hace hoy
ya 20 años.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Primo Levi habló, no dejó de contar lo que vio, en nombre de todos los que ya no podían hablar y que se fueron solos hasta el final del horror. El dolor estaba aún demasiado cerca y la gran mayoría se resistió a escucharlo. Comenzó inmediatamente a escribir ya que la “necesidad de contar a los demás, de hacer participar a los demás, había adquirido en nosotros, antes como después de nuestra liberación, la violencia de una impulsión inmediata, tan imperativa como las demás necesidades elementales”. Así es como dejó testimonio del horror que vivió en varios libros autobiográficos Si esto es un hombre (1958), La tregua (1963) Los hundidos y los salvados (1986), entre otros. Algunas de sus obras, traducidas a varios idiomas, constituyen hoy textos de lectura obligatoria en las escuelas secundarias europeas.
La lucidez de Levi, su impresionante capacidad de observar, describir y
analizar bajo las circunstancias más terribles tienen un valor
incalculable para la memoria. Muchos rescatan el valor histórico de su
obra, otros el literario.
Yo, desde mi lugar de sobreviviente, como él, siento que Primo Levi
ocupa el lugar de un testigo especial, no sólo por la riqueza de su
testimonio sino también por su singularidad. No puedo dejar de mencionar
cómo, siendo un judío italiano, cuyas referencias culturales estaban
lejos del saber popular judío, manifestó siempre un interés muy humano
por la cultura judía de Europa Oriental con la que por primera vez se
contactó en Auschwitz. Aprendió el idish con el objetivo de entender
esta cultura y entenderse con aquellos con los que compartió la
tragedia, el horror y lo que Primo Levi llamaba “el pecado de ser
judío”.
Como Levi le escribiera en una carta en francés en abril de 1946 a Jean
Samuel, un judío alsaciano a quien conoció en Auschwitz: “Lo queramos o
no, somos testigos y llevamos el peso de nuestro testimonio.”
Con profunda emoción, rescato las siguientes palabras del epílogo de la
excelente entrevista que Ferdinando Camon le realizara a Primo Levi,
poco tiempo antes de su desaparición, con las que quiero recordar a un
hombre que se convirtió en un símbolo único:
“Tenía el cabello y la barba blancos, la barba más blanca que el
cabello. Tenía una mirada un poco irónica y una sonrisa pícara. Una
inteligencia muy ordenada, con recuerdos precisos, detallados. En un
momento de la entrevista, tomó en sus manos el papel en el cual yo había
escrito mis preguntas, y en el reverso dibujó un plano de Auschwitz: con
el Lager central, los campos anexos y los respectivos nombres de algunos
prisioneros. Hablaba en voz baja, sin quiebres: es decir, sin rencor.
Muchas veces me pregunté respecto de la razón de esta moderación, de
esta suavidad. La única respuesta que me sigue conformando es la
siguiente: Levi no gritaba, no insultaba, no acusaba, porque no quería
gritar; quería mucho más que eso: quería hacer gritar. Renunciaba a su
propia reacción, para dar lugar a la reacción de todos nosotros. Su
razonamiento era de largo aliento. Su moderación, su suavidad, su
sonrisa, que tenía algo de tímido, casi infantil, eran en realidad sus
armas.”
Fuente: Página/12, abril 2007
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Entrevista
a Primo Levi
Regreso a Auschwitz
Letras Libres nº 48, septiembre 2005
Por Marco Belpoliti
Primo Levi regresó a Auschwitz, donde estuvo internado de febrero de
1944 hasta la liberación del campo en enero de 1945, dos veces en su
vida: en 1965 y en 1982. En la segunda oportunidad lo hizo acompañado
por un grupo de estudiantes y profesores de instituto, representantes de
la comunidad judía y cargos electos de la provincia de Florencia,
organizadora de la visita. También viajó con él un equipo de la RAI ,
dirigido por Emanuele Ascarelli y Daniel Toaff.
El texto de la entrevista, realizada ante las cámaras en junio de 1982,
había permanecido inédito hasta su transcripción por Marco Belpoliti y
su edición en 1998 en un volumen colectivo a cargo de Francesco
Monicelli y Carlo Saletti. Forma parte Primo Levi, Informe sobre
Auschwitz. Presentación de Philippe Mesnard, que Reverso Ediciones
publicará en octubre de 2005.
Ya estamos aquí. ¿Qué efecto le produce volver a ver estos parajes?
Todo es diferente, han pasado más de cuarenta años. Polonia salía
entonces de cinco años de una guerra espantosa, era el país de Europa
que probablemente había sufrido más por culpa de la guerra, que tenía el
mayor número de víctimas, no sólo judíos. Además, en estos últimos
cuarenta años el mundo se ha renovado en todas partes. Yo atravesé estos
campos invernales y la diferencia es total, porque el invierno polaco
era, y sigue siendo, un invierno rudo, no como el invierno al que
estamos acostumbrados en Italia. Aquí la nieve se mantiene durante tres,
cuatro meses, y nosotros no podíamos, éramos incapaces de resistir el
invierno polaco, como prisioneros o después. Yo recorrí estos campos
como un ser a la deriva, como una persona desesperada y perdida, en
busca de un baricentro, de cualquiera que fuera capaz de acogerme. Era
verdaderamente la desolación hecha paisaje.
Incógnitas
Por Juan Gelman Dos libros de Primo Levi –Si esto es un hombre (1947) y Los hundidos y los salvados (1986)– lo han convertido en referencia obligada de todo estudio sobre la Shoá. En efecto, en ellos relata su experiencia como prisionero en Auschwitz, adonde fuera deportado por los nazis en 1944 cuando él buscaba contacto con los partigiani. Tenía 28 de edad cuando se publicó el primero y quién sabe si hay otro escritor sobreviviente de los campos de la muerte que haya narrado lo inenarrable con tanta lucidez, economía de medios y agudeza sostenidas a lo largo de 40 años. Siempre se ha exaltado su visión del infierno concentracionario por exenta de insultos, lamentos y repeticiones del agravio, y vertida en un estilo analítico, meticuloso, clarificador, como guiado por la técnica brechtiana del distanciamiento. Desconfiaba de quienes practican la profecía y de quienes levantan el dedo en posición de víctima. "No soy nada de eso", dijo alguna vez. Esta aparente objetividad es atribuida a su formación científica: Primo Levi era químico y en 1961 se desempeñaba en Turín como gerente general de una fábrica de pinturas, esmaltes y resinas sintéticas. Investigaba, sí, pero al ser humano, ese "centauro, laberinto de carne y de mente, de aliento divino y de polvo". Le gustaba sorprender conversaciones más que participar en ellas, "espiar por un agujerito más que observar panoramas vastos y solemnes... hacer girar entre mis dedos una sola pieza del mosaico más que mirar el mosaico entero". Es puro esquema considerarlo un mero sobreviviente del nazismo que testimonió con talento: su obra completa, publicada por Einaudi en 1998, muestra a un grande y diverso escritor. Es curioso que se trate de la misma empresa que rechazó el manuscrito de Si esto es un hombre. El libro apareció en una editorial pequeña y no tuvo mayor resonancia. Sólo un joven escritor de entonces lo elogió con entusiasmo. Se llamaba Italo Calvino. Cuando Einaudi lo reedita en 1958 se convierte en un éxito de proporciones y Primo Levi gana respeto como hombre de letras, aunque ciertos colegas lo califican de menor. Pero su obra –poemas, relatos históricos y de ciencia ficción, ensayos, cuentos— desborda la etiqueta "crónica" que la acompañó mucho tiempo, es más contradictoria y menos sosegada de lo que se solía suponer. Por lo demás, revela la intensa labor de traducción de Primo Levi –Heine, Kafka, Lévi-Strauss, entre otros– y su empeño en la difusión de autores como Katzenelson, Poliakov y Bruck que padecieron la Shoá. Primo Levi escribía y reescribía sin pausa, por lo general textos cortos –"agujeritos"– que intercalaba a veces en otros posteriores concretando libros incluso décadas después de su primera concepción. Si esto es un hombre resultó una criatura en la que trabajó de manera constante, revisó la reedición de Einaudi, supervisó su traducción al inglés y especialmente al alemán (1961), la adaptación radial (1964) y la teatral (1966), le agregó notas para la edición de lectura obligatoria en los colegios (1974) y un apéndice motivado por las preguntas más frecuentes de los estudiantes (1976) que fue además materia de muchas páginas de Los hundidos y los salvados. El crítico Alberto Cavaglion juzgó que todo lo escrito por Primo Levi es una glosa de Si esto es un hombre. En semejante apretujón no entraría, por ejemplo, El sistema periódico (1975), 20 capítulos con el nombre de sendos elementos de la tabla de Mendeleiev en que lo autobiográfico se mezcla con lo científico y lo científico construye analogías de índole moral. Sostenida por un flujo de invención que no decae, la escritura de Primo Levi no es la de un aficionado –como lo definían algunos y él se definía–, sino la de un escritor original cuya penetración sintáctica y emotiva parece dimanar de una oscura ansiedad del pensamiento. Primo Levi no fue sólo el cronista del Infierno moderno: también indagó los meandros del yo y del ser. En el prefacio de su libro más "infernal" –Si esto es un hombre– advierte que lo escribió a fin de "proporcionar documentos para un estudio desapasionado del alma humana". Cuarenta años después la despasión se disipa en Los hundidos y los salvados: en vez de distancia y ausencia de odio, hay furia. "Nadie –dice– podrá jamás establecer con precisión cuántos del aparato nazi no podían no saber de las atrocidades espantosas que se estaban cometiendo; cuántos sabían algo, pero fingían ignorancia; cuántos tuvieron la posibilidad de saber todo, pero eligieron el camino más prudente de tener ojos y oídos (y sobre todo la boca) bien cerrados." Y por vez primera pasa del adjetivo "nazi" al gentilicio "alemán": "... la falta de difusión de la verdad sobre los campos de concentración es una de las mayores culpas colectivas del pueblo alemán, es la demostración más manifiesta de la cobardía a la que lo había reducido el terror hitleriano". Nunca se sabrá qué produjo esta implosión en Primo Levi. ¿Una rabia latente que se quita la máscara? ¿El deseo de saber que choca contra la imposibilidad de responderse preguntas terribles sobre la condición humana? Juan Gelman |
Estos rieles y los trenes de
mercancías que vemos pasar, ¿qué siente al verlos?
Pues resulta que precisamente los trenes de mercancía son el
desencadenante, lo que me causa mayor impresión, porque aún hoy cuando
veo un vagón de mercancías, y aún más si subo a uno de ellos, me produce
una violenta impresión, los recuerdos regresan, en fin, mucho más que al
volver a ver paisajes y lugares, incluso Auschwitz. Haber viajado cinco
días seguidos en un vagón de mercancías sellado es una experiencia que
no se olvida.
Esta mañana me hablaba de algunas sensaciones que le produce la lengua
polaca.
Sí, también es un reflejo condicionado, al menos, es decir, en mi caso.
Yo soy un hombre que habla y escucha; el lenguaje de los otros me afecta
mucho, y suelo o procuro utilizar correctamente mi lengua de italiano.
El polaco era esa lengua incomprensible que nos había recibido al final
del viaje, pero no era ni mucho menos el polaco de la población civil
que escuchamos hoy en los hoteles o en boca de nuestros acompañantes.
Era un polaco zafio, vulgar, trufado de injurias e imprecaciones, y
nosotros no comprendíamos aquello; era realmente una lengua infernal. El
alemán lo era todavía más, desde luego; el alemán era la lengua de los
opresores, de las matanzas, pero mucho de los nuestros –yo, entre otros–
lo comprendíamos a retazos, no nos era desconocido, no era la lengua de
la aniquilación. El polaco sí era la lengua de la aniquilación. Sin ir
más lejos, ayer noche en el ascensor dos borrachos me produjeron una
fuerte impresión: hablaban como entonces, no como los que nos acompañan,
hablaban soltando injurias, hablaban esa lengua que parecía estar hecha
sólo de consonantes, verdaderamente la lengua del infierno.
Decía usted, por cierto, que esta sensación es como la que le produce el
carbón, ¿no es así?
¡Exactamente la misma! Sin duda, también esto se lo debo al hecho de ser
químico. El químico es entrenado para identificar las substancias a
través de su olor. En aquella época y también hoy, la llegada a Polonia,
al menos a las ciudades polacas, está marcada por dos olores
característicos que no existen en Italia: el olor de malta torrefacta y
el olor ácido del carbón ardiendo. Esta es una región minera, en todas
partes hay carbón y muchos aparatos de calefacción funcionan con carbón.
Entre estaciones y en invierno un olor se esparce por el aire: el olor
ácido del carbón. Pero para nosotros, o el menos para mí, es el olor del
Lager, el olor de Polonia y del Lager.
¿Y la gente?
No, la gente no es la misma de entonces. En aquella época no vimos a la
gente. Vimos a los verdugos del Lager y sus colaboradores. La mayoría
eran polacos, judíos y cristianos. Pero los polacos de la calle, los
polacos que vivían en las casas, a esos no los veíamos, los divisábamos
a lo lejos, más allá de las alambradas. Había un camino rural que se
extendía a lo largo del Lager, pero por ahí pasaba muy poca gente.
Después supimos que habían alejado a todos los habitantes del pueblo. Sí
veíamos pasar los autocares que conducían al trabajo a los obreros
polacos, y recuerdo un anuncio en uno de estos vehículos, una publicidad
como las que veíamos en casa: "Beste Suppe, Knorr Suppe", "La mejor sopa
es la sopa Knorr". Ver aquel anuncio de sopa nos producía un extraño
efecto, como si nos fuera posible escoger entre una sopa mejor y otra
menos buena.
¿Qué sintió esta mañana cuando emprendió el mismo camino, pero partiendo
esta vez de un lujoso hotel turístico?
Sentí una dislocación, casi me atrevería a decir un desmembramiento,
algo imposible que a pesar de todo sucede porque el contraste es
demasiado fuerte. Se trata de algo que en aquel entonces jamás
hubiésemos podido imaginar que podría ocurrir: regresar a este lugar,
vestidos como turistas, a un hotel de lujo o casi. Y sin embargo...
Y ese contraste, ¿qué diría...?
Ese contraste, como por lo demás todos los contrastes, tiene un lado
gratificante y otro alarmante; las cosas pueden volver a suceder. Lo
peor habría sido lo contrario: haber venido a un hotel de lujo y
después, hoy, volver en plena desesperación.
¿Sabían adónde irían, cuál sería su destino?
No sabíamos prácticamente nada. En la estación de Fossoli pudimos ver
unos rótulos en los vagones en los que habían garabateado una
indicación: "Auschwitz"; pero no sabíamos dónde quedaba, pensamos que se
trataba de Austerlitz. Supusimos que estaría en algún rincón de Bohemia.
Creo que nadie en Italia en aquella época, ni siquiera las personas
mejor informadas, sabía lo que significaba "Auschwitz".
¿Cómo fue su primer contacto con Auschwitz hace cuarenta años?
Era... ¿cómo decir? Era lunarmente diferente, era de noche; era el final
de cinco días de viaje calamitoso, durante el cual varias personas
habían muerto en el vagón, era la llegada a un lugar del que no
comprendíamos la lengua y todavía menos su razón de ser. Había unos
letreros insensatos: una ducha, un lado limpio, un lado sucio y un lado
limpio. Nadie nos explicaba nada o bien nos hablaban en yiddish o en
polaco, y nosotros no comprendíamos nada. Es una experiencia realmente
alienadora. Teníamos la impresión de hallarnos en medio de un ataque de
locura, de estar..., de haber perdido la posibilidad misma de razonar.
No, ya no razonábamos.
¿Cómo vivió el viaje, aquellos cinco días? ¿Qué recuerda de aquello?
–En realidad lo recuerdo muy bien, recuerdo muchas cosas. Éramos
cuarenta y cinco personas en un vagón muy pequeño, apenas había espacio,
como mucho podíamos sentarnos, pero era imposible tumbarse; había una
joven madre que daba el pecho a su bebé. Nos habían dicho que podíamos
llevar comida, pero, estúpidamente, no llevamos agua o quizás un poco,
por lo demás nadie nos lo había dicho y pensábamos que conseguiríamos
agua en algún lugar. A pesar de que era invierno, padecimos una sed
aterradora; aquella fue verdaderamente la primera experiencia de una
tortura, la tortura de la sed durante cinco días. Le recuerdo que
estábamos en invierno, el aliento se nos congelaba, y el que podía
soplaba sobre los pernos del vagón e intentaba raspar la escarcha blanca
–llena del óxido de los pernos–, raspabas aquello para conseguir recoger
unas pocas gotas de agua y mojarte los labios. Y el bebé chillaba de la
mañana a la noche y durante toda la noche porque su madre se había
quedado sin leche.
Y qué fue de los niños, de la madre cuando...
Pues bien, los mataron rápidamente. De los seiscientos cincuenta que
íbamos en aquel tren, las cuatro quintas partes perecieron aquella misma
noche o la siguiente, enviados directamente a las cámaras de gas. En
aquel escenario siniestro, en plena noche, bajo los focos, con toda esa
gente que gritaba –gritaban como nunca se ha oído gritar, gritaban
órdenes que no comprendíamos–, bajamos de los vagones y nos pusimos en
fila, nos hicieron poner en fila. Delante de nosotros había un
suboficial y un oficial –después supe que era médico, pero al principio
no lo sabíamos–, y preguntaban a cada uno si podía trabajar o no. Me
dirigí a mi vecino, era un amigo, un muchacho de Padua mayor que yo y en
mal estado de salud, y le dije: yo pienso decir que puedo trabajar. Y él
me contestó: haz lo que quieras, a mí me da igual. Ya había abandonado
toda esperanza. De hecho, se declaró incapacitado y no entró en el
campo. No volví a verle nunca más, como a ninguno de los otros, por lo
demás.
¿Cómo era el trabajo allí, en Auschwitz?
He de aclarar, como sin duda ya sabe, que en Auschwitz no había un solo
campo sino muchos, y algunos habían sido construidos siguiendo un
proyecto, anexos a una fábrica o una mina. El campo de Birkenau, por
ejemplo, estaba dividido en gran número de equipos que trabajaban en
varias minas, incluso en fábricas de armas. Mi campo, en el que había
diez mil prisioneros, era Monowitz y formaba parte de una fábrica que
pertenecía a I.G. Farben Industrie, un enorme conglomerado químico,
posteriormente desmantelado. Teníamos que construir una nueva fábrica de
productos químicos, que tendría cerca de seis kilómetros cuadrados. La
obra estaba bastante avanzada y todos trabajábamos en ella; también
trabajaban allí prisioneros de guerra ingleses, presos franceses, rusos
e incluso alemanes. Por supuesto, también había polacos libres y
voluntarios, hasta había voluntarios italianos. En total,
aproximadamente cuarenta mil individuos, de los que nosotros, los diez
mil, éramos el nivel más bajo, el último peldaño. El Lager de Monowitz,
formado casi exclusivamente por judíos, debía suministrar la mano de
obra no calificada. A pesar de todo, debido a que la mano de obra
especializada escaseaba en Alemania, y como los hombres se habían
marchado al frente, a partir de un determinado momento buscaron entre
nosotros –los teóricamente no calificados y esclavos– a especialistas,
empezaron a buscar a quienes... desde el primer día, desde el día de
nuestro ingreso en el campo se produjo una especie de búsqueda por
analogía: a todos nos preguntaron qué edad teníamos, qué diplomas, qué
oficio. Fue entonces cuando tuve mi primera oportunidad ya que me
presenté como químico, sin saber que sería enviado a una fábrica de
productos químicos; y mucho después aquello me valió un pequeño
beneficio, porque durante los dos últimos meses trabajé en un
laboratorio.
¿Cómo era la comida?
Pues bien, la comida era el problema número uno. No estoy de acuerdo con
quienes describen la sopa y el pan de Auschwitz como infectos; en lo que
a mí respecta, tenía tanta hambre que los encontraba buenos y la comida
nunca me pareció asquerosa, ni siquiera el primer día. Era miserable,
nos daban raciones mínimas, el equivalente de 1.600-1.700 calorías por
día; teóricamente, porque en el trayecto había ladrones y, por tanto,
las raciones que llegaban hasta nosotros eran inferiores al umbral
teórico; digamos que aquello era el racionamiento oficial. Usted sabe
que actualmente 1.600 calorías bastan para un hombre poco corpulento y
que con eso puede vivir, pero sin trabajar y si permanece echado,
mientras que nosotros debíamos trabajar y, además, hacerlo con frío y
realizar labores pesadas; en estas condiciones, la ración de 1.600
calorías era una muerte lenta por desnutrición. Después he leído los
cálculos que hacían los alemanes. Calculaban que a un prisionero
sometido a estas condiciones que sacara recursos del estado en que se
hallaba antes de su internamiento, este tipo de alimentación le
permitiría resistir de dos a tres meses.
¿Pero era posible adaptarse a todo en los campos de concentración?
Su pregunta es extraña. El que se adapta a todo es el que sobrevive;
pero la mayoría no se adaptaba a todo y moría. Moría por no saber
adaptarse incluso a cosas que hoy nos resultan banales, al calzado, por
ejemplo. Nos lanzaban un par de zapatos, bueno, en realidad no era un
par de zapatos, eran dos zapatos desparejados, uno tenía tacón y el otro
no; había que tener una constitución de atleta para aprender a caminar
de este modo. Un zapato era muy pequeño y el otro muy grande. Había que
dedicarse a hacer complicados intercambios, y si se tenía suerte podía
conseguirse un par casi a juego y había que conformarse. La mayor parte
del tiempo los zapatos hacían heridas en los pies, y quien tenía pies
delicados acababa contrayendo una infección. A mí también me toco
vivirlo, todavía tengo las cicatrices. Milagrosamente mis heridas
sanaron por sí solas, a pesar de que no falté un solo día al trabajo.
Quien era sensible a las infecciones moría debido a sus zapatos, por
culpa de las llagas de los pies infectadas que no sanaban. Los pies se
hinchaban, y cuanto más hinchados estaban más apretaban los zapatos, y
la gente acababa teniendo que ir al hospital, pero no los dejaban
ingresar ya que los pies hinchados no eran una enfermedad. Era un mal
tan generalizado que quien tenía los pies hinchados iba directamente a
la cámara de gas.
Parece que hoy iremos a comer a un restaurante de Auschwitz.
Sí, es casi cómico. ¡Un restaurante en Auschwitz! No sé, la verdad, no
creo que coma; para mí es como una profanación, una cosa absurda. Por
otra parte, hay que decirse que Auschwitz –Oswiecim en polaco– era y es
todavía una ciudad donde hay restaurantes, cines y probablemente también
un bar nocturno, como probablemente en toda Polonia; hay escuelas, hay
niños. Hoy como ayer, paralelamente a este Auschwitz hay, cómo decir, un
concepto: Auschwitz es el Lager. Pero en aquella época también existía
un Auschwitz civil.
Al abandonar Auschwitz, el primer contacto con la población polaca...
La gente desconfiaba. Los polacos habían pasado de una ocupación a otra,
de una ocupación feroz, la alemana, a otra menos feroz, quizá más
primitiva, la de los rusos. Pero desconfiaban de todo el mundo, incluso
de nosotros. Éramos extranjeros, auténticos forasteros, no nos
comprendían, llevábamos puesto un uniforme, el uniforme de los
presidiarios, era eso lo que los aterraba. Se negaban a dirigirnos la
palabra, y sólo algunos, realmente muy pocos, se apiadaron de nosotros;
con ellos acabamos comprendiéndonos. Es muy importante la comprensión
mutua. Entre el hombre que puede hacerse comprender y el hombre que no
puede hacerse comprender hay un abismo: uno se salvará, el otro no.
También esto es fruto de la experiencia del Lager: la fundamental
experiencia de la importancia de comprender y ser comprendido.
¿El problema, para los italianos, era la lengua?
Para los italianos era una de las principales causas de mortalidad,
comparado con otros grupos. Para los italianos y los griegos. La mayoría
de los italianos como yo murieron en los primeros días por no poder
comprender. No comprendían las órdenes, y no había ninguna clase de
tolerancia para quienes no las comprendían; había que comprender la
orden: nos gritaban, nos la repetían una sola vez y ya está, después
arreciaban los golpes. Ellos no comprendían cuando nos anunciaban que
podíamos cambiar de zapatos, no comprendían que una vez por semana nos
llamaban para afeitarnos la barba; siempre llegaban de últimos, siempre
tarde. Cuando necesitaban algo, algo que fuera posible expresar, incluso
algo que hubiesen podido obtener, no lograban expresarlo y se reían de
ellos; aquello era el hundimiento total, también desde un punto de vista
moral. A mi modo de ver, entre las primeras causas de tantos naufragios
en el Campo, la lengua, el lenguaje encabezaba la lista.
Hace unos momentos hemos dejado atrás una estación de tren que menciona
en su libro La tregua.
Trzebinia. Sí, era una estación fronteriza, situada entre Katowice y
Cracovia, y en ella se detuvo el tren. Era un tren que se detenía todo
el tiempo, nos costó tres o cuatro días recorrer ciento cincuenta
kilómetros. Se detuvo y yo me bajé. Por primera vez me encontré cara a
cara con un polaco, un civil; era un abogado, y fue posible entendernos
porque hablaba alemán y también francés. Yo no sabía polaco y, la
verdad, sigo sin saberlo. Así que me preguntó de dónde venía y le conté
que venía de Auschwitz, que por eso llevaba un uniforme, porque todavía
llevaba el uniforme a rayas. Me preguntó: ¿por qué? Le dije que yo era
un judío italiano. Él iba traduciendo mis respuestas a un grupo de
curiosos que se había congregado a su alrededor, eran campesinos
polacos, obreros que iban de camino al trabajo, era casi de día, si mal
no recuerdo. Como decía, yo no sabía polaco, pero sí lo suficiente para
comprender lo que traducía... Había transformado mi respuesta. Yo había
dicho: "soy un judío italiano", y él había traducido "es un prisionero
político italiano". Entonces le dije en francés, para corregirle: "no
soy..., también soy un prisionero político, pero fui deportado a
Auschwitz por ser judío, no como prisionero político". Pero él me
contestó precipitadamente y en francés que, por mi bien, mejor valía
dejarlo de ese tamaño, porque Polonia es un triste país.
Estamos a punto de volver a nuestro hotel de Cracovia. Para usted, ¿qué
representó el Holocausto para el pueblo judío?
No fue algo novedoso, antes hubo otros. Entre paréntesis, nunca me ha
gustado la palabra "Holocausto". No me parece un término apropiado, es
retórico y, sobre todo, erróneo. Representó un punto de no retorno en
términos de proporciones, sobre todo de recursos, porque por primera vez
en tiempos recientes el antisemitismo se convirtió en un proyecto
planificado, organizado a nivel de Estado, no por influjo de un consenso
tácito, como había ocurrido en la Rusia de los zares; esto, en cambio,
era un acto de voluntad. No había escapatoria posible, toda Europa se
convirtió en una enorme trampa, esto fue lo novedoso y lo que determinó
para los judíos un profundo cambio, no solamente en Europa sino también
para la comunidad judía en Estados Unidos y para los judíos del mundo
entero.
¿Piensa usted que otro Auschwitz, otra masacre como la perpetrada hace
cuarenta años, es imposible que se vuelva a producir?
En Europa no lo creo posible por razones, como decir, de inmunidad. Se
ha producido una especie de inmunización; esta es la razón por la que
sería difícil asistir al renacimiento de algo parecido por mucho
tiempo... en algunas décadas, pongamos, cincuenta o cien años, Alemania
podría conocer un resurgimiento del nazismo parecido al anterior, y en
Italia aparecería un fascismo como el de antes. Sin embargo, pienso que
no será posible en Europa; también pienso que en otros países se está
gestando el deseo de un nuevo Auschwitz, simplemente les faltan los
recursos.
¿La idea no ha muerto?
Ciertamente no ha muerto la idea, porque nada muere definitivamente.
Todo reaparece bajo nuevas formas, pero nada muere por completo.
¿Pero las formas sí cambian?
Las formas cambian, sí; las formas son importantes.
¿Piensa usted que es posible lograr el aniquilamiento de la humanidad
del hombre?
¡Desde luego que sí! ¡Y de qué manera! Me atrevería incluso a decir que
lo característico del Lager nazi –no sabría decir en el caso de los
otros porque no los conozco, quizás los campos rusos son distintos– es
la reducción a la nada de la personalidad del hombre, tanto
interiormente como exteriormente, y no sólo la del prisionero sino
también la del guarda del Lager, él también pierde su humanidad; sus
rutas divergen, pero el resultado es el mismo. Pienso que son pocos los
que tuvieron la suerte de no perder su conciencia durante la reclusión;
algunos tomaron conciencia de su experiencia a posteriori, pero mientras
la vivían no eran conscientes. Muchos la olvidaron, no la registraron en
su mente, nada se imprimió en la cinta de su memoria, diría yo. Sí,
todos sufrían substancialmente una profunda modificación de su
personalidad, sobre todo una atenuación de la sensibilidad en lo
relacionado con los recuerdos del hogar, la memoria familiar; todo eso
pasaba a un segundo plano ante las necesidades imperiosas, el hambre, la
necesidad de defenderse del frío, defenderse de los golpes, resistir a
la fatiga. Todo ello propiciaba condiciones que pueden calificarse de
animales, como las de bestias de carga. Es interesante observar cómo
esas condiciones animales se reflejaban en el lenguaje. En alemán hay
dos verbos para "comer": el primero es "essen", que designa el acto de
comer en el hombre, y está "fressen", que designa el acto en el animal.
Se dice de un caballo que "frisst" y no que "isst"; un caballo zampa, en
suma, un gato también. En el Lager, sin que nadie lo decidiera, el verbo
para comer era "fressen" y no "essen", como si la percepción de una
regresión a la condición de animal se hubiera extendido entre todos
nosotros.
Ha concluido el periplo de su segundo regreso a Auschwitz. ¿Qué cosas le
vienen a la mente?
Muchas, en realidad. Sobre todo una: me incomoda que los polacos, el
gobierno polaco, se hayan apoderado de Auschwitz, que lo hayan
convertido en el lugar del martirio de la nación polaca. En verdad eso
fue cierto, al menos durante los primeros años, en 1941 y 1942. Pero
después de esa fecha, con la apertura del Lager de Birkenau, y sobre
todo cuando entraron en funcionamiento las cámaras de gas y los hornos
crematorios, se convirtió ante todo en el instrumento de la destrucción
del pueblo judío. Nadie puede negar esto. Hemos podido verlo: hay
también el bloque-museo de los judíos, los italianos, los franceses, los
holandeses, etc. Pero hay en Auschwitz este hecho capital: que la gran
mayoría de las víctimas fueron judíos, una parte sólo de las cuales eran
judíos polacos. No es que se niegue esta realidad, sino que apenas es
evocada.
¿No le parece que los otros, los hombres, hoy en día quieren olvidar
Auschwitz cuanto antes?
Hay indicios que permiten pensar que quieren olvidar o algo peor: negar.
Es muy significativo: quien niega Auschwitz es precisamente quien
estaría dispuesto a volver a hacerlo.
Traducción del italiano: Ana Nuño
Fuente: www.ddooss.org
Reseña
"Algunos
de mis amigos, amigos muy queridos, no hablan nunca de Auschwitz […]
Otras personas, en cambio, hablan de Auschwitz incesantemente, y yo soy
una de ellas […] después empecé a escribir a máquina por la noche…
escribía todas las noches lo cual era considerado algo todavía más
insensato". Primo Levi "escribe aquello que no sabría decir a nadie", y
el texto, inicialmente esbozado durante el cautiverio -cuya misma
conservación hacía peligrar la vida del autor de ser descubierto- plasma
la existencia en los Lager con una concisión estremecedora. Estructurado
en 17 capítulos, el libro es la crónica del horror cotidiano, de las
privaciones como estado habitual, de la triste espera de la nada
arraigada en una iniquidad sin estridencias. Más allá de las propias
reflexiones, Levi presta especial atención al comportamiento de los
otros prisioneros, ocupados también en sobrevivir un día más, y otro y
otro. Todos conviven en una inercia dolorosa y absurda con la tentación
de la inactividad como antesala de la muerte; la muerte es una presencia
constante, a menudo indiferente, corolario de una cotidianidad regida
por un sistema de irracionales normas no escritas. Como advierte Levi,
muy pronto los prisioneros son convertidos en "peleles miserables y
sórdidos", y más bajo no se podía llegar.
La edición que se presenta se completa con un texto incorporado en 1976,
como apéndice para la edición escolar de la obra, en que Levi persigue
responder a las preguntas que constantemente le hacían los lectores
estudiantes, y en gran medida, también los adultos.
Decía Juan Gelman: "quién sabe si existe otro escritor sobreviviente de
los campos de la muerte que haya narrado lo inenarrable con tanta
lucidez, economía de medios y agudeza sostenidas a lo largo de 40 años.
Siempre se ha exaltado su visión del infierno concentracionario por
exenta de insultos, lamentos y repeticiones del agravio, y vertida en un
estilo analítico, meticuloso, clarificador, como guiado por la técnica
brechtiana del distanciamiento. Desconfiaba de quienes practican la
profecía y de quienes levantan el dedo en posición de víctima. "No soy
nada de eso", dijo alguna vez". Lo ha refrendado Levi en el propio
texto, cuando reconoce que "para escribir este libro he usado el
lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la
víctima ni el iracundo lenguaje del vengador […] Vosotros sois los
jueces".
En su presentación casi científica de los hechos -él era químico de profesión-, el autor aúna la sobriedad de los datos obtenidos desde la experiencia con la severidad de las afirmaciones y logra mucho más que un testimonio irremplazable. Su fuerza radica, probablemente, en su curiosidad frente al alma humana, y en su convicción de que es necesario recordar ese pasado como un presente duradero, porque "no podemos comprenderlo; pero podemos y debemos comprender dónde nace, y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también. Por ello, meditar sobre lo que pasó es deber de todos". Sin duda los lectores del Corriere de la Sera compartían su opinión cuando consideraron Si esto es un hombre la obra más importante del siglo XX.
Primo
Levi: una reflexión que nos incluye
Por María Luján Leiva
Primo Levi nació el 31 de julio en Turín (Italia) en 1917, en las
postrimerías de la Gran Guerra de tan funestas consecuencias para
Europa. Nació en el triángulo productivo de Italia, en la ciudad de la
Fiat, pero también la ciudad de los obreros metalúrgicos, de las
ocupaciones de fábricas, del Bienio Rojo (1919-1921) y donde Antonio
Gramsci fundara "L'Ordine Nuovo" en 1919 y Piero Gobetti el grupo de "La
Rivoluzione Liberale"..
La niñez de Primo Levi estuvo ,entonces, atravesada por un lustro
histórico de ardientes discusiones políticas en Italia , de luchas
obreras, del ascenso del fascismo paralelo a las divisiones entre los
partidos de izquierda y los liberales..
El fascismo justificaría su conquista armada del poder político - con la
complicidad de la monarquía de los Saboya- por la necesidad de restaurar
la ley ,el Estado y salvar la economía italiana y al mundo de las
finanzas de lo que calificaba su ruina..
En realidad el fascismo dividió a la nación italiana en dominadores y
súbditos; condenó a muerte o al exilio, a la cárcel, al domicilio forzado
en islas o en parajes alejados, a sus opositores, fueran estos
escritores, hombres y mujeres políticos, dirigentes sindicales,
pertenecientes al amplio arco antifascista que abarcaba desde el
liberalismo, al socialismo reformista, el comunismo y el anarquismo..
El asesinato del diputado Giacomo Matteotti, de Giovanni Amendola y de
Piero Gobetti en mano de ls escuadras fascistas debieron sacudir la
sensibilidad y el sentido de justicia y de moral del niño Primo Levi,
perteneciente a una familia de la liberal comunidad judía de Turín..
Porqué esta introducción de historia fáctica, de historia política ?
Porque leyendo una y otra vez a Primo Levi, adentrándome en su obra
literaria ,indagando en el idioma italiano que utiliza, emocionándome y
a la vez discutiendo sus posiciones, he ido recreando el medio en que
vivió -cercano a mí como experiencia de estudio..
Porque considero que Primo Levi, hombre y escritor, excede su axial
experiencia del Lager..
Su obra literaria, su testimonio de la barbarie nazi, es precisamente
trascendente y humanamente inclusiva por la vocación antifascista de
Primo Levi. Su voz no se eleva en defensa de las identidades de grupo,
no es la exclusiva defensa de las víctimas del nazismo alemán..
Antifascista consciente, riguroso, comprometido..
Sus libros sobre el tema del Lager, "Se questo é un uomo", "La Tregua ",
"Los hundidos y los salvados" alcanzan el nivel de la grandeza porque
son el resultado de un esfuerzo del conocimiento sobre un período
histórico unido a las virtudes excelentes del oficio de escritor. Porque
su literatura está recorrida en toda su extensión por un empeño ético y
político..
Primo Levi, habitado por la urgencia de contar, de dar testimonio,
escribe y publica "Si esto es un hombre" en la inmediata postguerra, en
la pequeña editorial De Silva . Levi intenta la superación del trauma y
la humillación a través de la palabra escrita y de la construcción
dolorosa y sincera de una visión coherente de la historia. El libro pasa
bastante desapercibido y recién es reeditado once años más tarde, en
1958, por la Editorial Einaudi..
Como a los exiliados antifascistas que retornaban de Francia,
Inglaterra, Argentina o Bélgica, como a los partisanos que volvían a la
vida normal y familiar, a los sobrevivientes del Lager la reinserción
les resultaría difícil. Una sociedad que quería olvidar, aunque
estuviera rodeada de destrucción y de la ausencia de sus muertos. Una
Italia empobrecida y hambreada negociaba su supervivencia. Una Italia
calma y beata se abría paso despúes de la guerra y relegaba al sótano
los sueños de la Resistencia..
Primo Levi puso en práctica entonces una resistencia interna, siguió
escribiendo sin publicar y trabajando como químico en una fábrica de
pinturas de Turín. Hombre sencillo, metódico , de conmovedora humildad y
timidez en el trato, la escritura fue su segundo oficio. Continuó
leyendo , estudiando para conocer, para entender, no para justificar..
Esperó los tiempos más abiertos de la décadas del sesenta y del setenta
, particularmente creativos -aunque también turbulentos- en Italia en lo
cultural, lo social y en lo político para hacerse nuevamente visible en
el mundo literario y más audible su voz como personaje público..
Primo Levi recibió el Premio Campiello en 1963 por La Tregua, luego el
Premio Strega en 1978 y en 1982 el Premio Campiello por segunda vez. Es
honrado con el Premio Viareggio en 1982 por su novela "Si ahora no ,
cuándo?". Todos premios de prestigio en el ámbito de las letras
italianas y europeas..
La voz de este gran escritor de compromiso antirracista y antifascista
comienza a ser reconocida en Italia, en Europa y en los Estados Unidos
en los tardíos años sesenta. Su voz deviene hoy, actual, necesaria, ante
el racismo de crisis, el racismo cultural y antiinmigratorio que nos
amenaza. Primo Levi advertía que "La sociedad donde se niega la igualdad
de los hombres va hacia un sistema concentracionista", de apartheid..
Su pensamiento no pierde vigencia. Se vuelven a reeditar sus libros , a
reproducir las entrevistas a Primo Levi en 1992 cuando Italia se siente
preocupada por los fenómenos de intolerancia antisemita en Roma y con
respecto a los inmigrantes "extracomunitarios". Porque Primo Levi
analiza , documenta, testimonia la esencia y la estrategia del racismo y
el nazismo..
La especificidad del horror nazi es el propósito de borrar pueblos y
culturas enteras. La estrategia del nazismo y del racismo es lograr que
el oprimido acepte la legitimidad del dominio y de la opresión,
introyecte la inferioridad, la nulidad que el opresor le atribuye. El
nazismo y el racismo buscan la fractura del ser, el quiebre personal.
Van más allá de la exigencia de cegueras y silencios en pos de la
sobrevivencia. Exigen y pretenden la aniquilación existencial..
Primo Levi es un referente ético y un pensador crítico..
Medita, dialoga, discute sobre temas de no fácil resolución, que exigen
rigurosidad de pensamiento, superación de contradicciones y de intereses
individuales y sectoriales..
Primo Levi debate sobre el "perdón" a los culpables. Levi no exculpa a
los responsables, rechaza de plano la obediencia debida, aunque
reconozca las zonas grises. Levi no acepta la coartada de la ignorancia
por parte de amplios sectores de la sociedad de los horrores del
nazismo, censura el facilismo de refugiarse -antes y después- en la
comodidad del no saber, que exorciza la angustia y es el reaseguro del
no compromiso..
Primo Levi no banaliza. Señala, acusa, responsabiliza, estudia, conoce..
Primo Levi exige conocer y se exige conocer. Conocer significa no sólo
indagar en la memoria de víctimas y victimarios, en los recuerdos, sino
exigir los documentos, descubrir las redes de complicidad, develar el
sistema educativo, las redes bancarias, los compromisos de las altas
esferas internacionales..
Sin embargo para Levi, como para las personas honestas, el nazismo tiene
algo de inexplicable en su ignominia, "[P]ero en el odio nazi no hay
racionalidad: es un odio que no está en nosotros, está afuera del
hombre, es un fruto venenoso nacido del tronco funesto del fascismo pero
está afuera y más allá del mismo fascismo" . El nazismo está más allá de
nosotros en su paroxismo, en su vileza, en su servilismo. "No me parece
lícito explicar un fenómeno revirtiendo la culpa sobre un individuo
(!los ejecutores de las órdenes no son inocentes!"..
Entre los personajes de la obra de Primo Levi hay uno que parece ser el
ideal humano del escritor. Ideal por las virtudes humanas que lo
singularizan ,aunque personaje real, histórico. Se trata de Alberto, el
compañero muerto en el Lager de Auschwitz, con cualidades humanas quizás
no difíciles de encontrar ni heroicas, aunque subvaluadas y amenazadas
en el mundo de la prepotencia, la hipocresía y el desinterés por la
suerte de los otros. Las cualidades de Alberto eran ser "fuerte" y
"manso", el requisito personal de la resistencia a lo que Levi llama -en
magnífica metáfora- "las armas de la noche"..
Es la victoria de lo humano que permite la esperanza, que no le da la
victoria definitiva ni plena al racismo, al oprobio, al colonialismo, o a
la humillación..
Porque la recuperación de la humanidad de los prisioneros de Auschwitz
-la inhumanidad del sistema nazi se contagiaba también a los
prisioneros- se da ,como lo escribe Levi, con la recuperación de la
solidaridad..
El mensaje de Primo Levi es de coraje , de honestidad, de denuncia del
fascismo y del nazismo de la Segunda Guerra y del nazismo infiltrado en
el mundo de la postguerra. Levi denuncia el nazismo de Treblinka, Dachau
y de Auschwitz, pero también -con fuerza y dolor- las crueldades del
ejercito francés durante la guerra de liberación del pueblo argelino, la
crueldad americana de los bombardeos sobre los vietnamitas y la
responsabilidad del gobierno israelí en la masacre de los refugiados
palestinos de Sabra y Chatila (Líbano) en 1982..
Las palabras finales de esta entrevista que Primo Levi se hace a sí
mismo y que aquí presentamos , son su legado en primera persona y
señalan el pivote de la resistencia humana ante el naufragio, la crisis
de valores, las guerras, la opresión, "reconocer siempre, incluso en los
días más obscuros, en mis compañeros y en mí mismo los hombres y no las
cosas"..
Primo Levi se suicida en su casa de Turin en la primavera boreal de
1987. Un año antes había escrito "I sommersi e I salvati" , obra de
reflexión y de reacción ante el negacionismo, la ahistoricidad y la
superficialidad de la década..
La agonía de las horas inciertas , [Since then, at an uncertain hour,
that agony returns...S.T.Coleridge] lo asaltó y puso fin a su vida. Mas
sus escritos , su legado de análisis y rescate de la dignidad humana le
han dado sentido a su muerte como lo hicieron con su vida de
sobreviviente del genocidio..
Prólogo a Primo Levi, Entrevista a sí mismo
Buenos Aires, Ed. Leviatán, 2002
Fuente: Rebelión, 11 de abril del 2003
Primo
Levi, Auschwitz: adentro era el infierno, afuera no es el paraíso
Por Marcos Winocur*
Todavía estaba lejos la primavera cuando los prisioneros de Auschwitz la
vivieron anticipadamente: el 27 de enero de 1945 era liberado el mayor
campo de exterminio nazi, levantado en la Polonia ocupada. Aquellas
primeras horas sin embargo no fueron de júbilo, pocos daban crédito a lo
que veían. Los soldados rusos, camino de Berlín, ante un espectáculo de
pesadilla. Los prisioneros ante ¡las puertas abiertas! No se había
cumplido el vaticinio de los carceleros: “de aquí sólo se sale por las
chimeneas”. No por cierto las de Papá Noel, sino de los hornos
crematorios.
Primo Levi, el escritor italiano, estuvo entre los prisioneros de
Auschwitz, sobrevivió y suyo es uno de los más lúcidos testimonios que
se integran al proceso al nazismo, el cual no se ha cerrado. Han pasado
décadas y todavía nos interrogamos sobre sus causas, queremos prever no
se repitan. Pero algo se anticipa a lo reflexivo, nubla la vista y el
entendimiento, y es la naturaleza del hecho:los planes de exterminio
formulados y puestos en práctica, ese genocidio industrial, sí ocurrió:
entonces el espíritu más firme trastabilla, y pareciera que todo está
perdido, “todo es una mierda”, dicho sea en expresivo lenguaje popular.
Theodor Adorno nos ha interrogado a todos: "después" de Auschwitz ¿puede
alguien escribir poesía? Incluso más: ¿puede alguien continuar
disfrutando de la vida? Y sin embargo, "durante" Auschwitz hubo el
prisionero que sigilosamente escribió unas líneas de poesía sobre una
pared de las barracas. Por su parte, Víctor Frankl, otro de los
sobrevivientes de ese campo, viene en auxilio: "hemos llegado a saber lo
que realmente es el hombre. Tanto ha inventado las cámaras de gas como
ha entrado en ellas con la cabeza erguida y el padrenuestro o el Œshema
yisrael‚ en sus labios." Sí, ocurrió el genocidio industrial, el de las
fábricas de la muerte, pero no todo está perdido. Claro, igual nos gana
la repugnancia ante el hombre verdugo del hombre, y dejamos caer los
brazos. Y más de cuatro décadas después de su liberación, llegó un día
así para Primo Levi, ya anciano: todo es visto como un abismo abierto a
nuestros pies, y ése fue el hueco de las escaleras por donde se arrojó,
esta vez contradiciendo la primavera, un 11 de abril de 1987.
Fue una malísima noticia. Veíamos en el escritor italiano de origen
judío, miembro de la resistencia antifascista, sobreviviente del horror,
testigo al principio no escuchado y finalmente premio Strega, veíamos en
Primo Levi un símbolo de la vida triunfando. La noticia de su suicidio
nos cayó muy mal. Pero no tenemos derecho a reprocharle nada. Había
cumplido con su misión de denuncia, en adelante su vida le pertenecía.
Los verdugos no se cobraban una victoria póstuma, ya habían sido
derrotados por la pluma del escritor. Porque el gran combate es contra
el olvido, y a él he querido sumarme evocando a Primo Levi.
Y bien, Auschwitz, años cuarenta, en curso la II Guerra Mundial. Dentro
del campo, la esperanza estaba puesta en el avance de las tropas
aliadas. Mientras tanto, el hambre era la rutina diaria. En ocasiones
cedía el primer lugar al frío, y la primavera resultaba tan ansiada como
el alimento. Primo Levi recuerda un día, un "día feliz" para un grupo de
prisioneros. Era el invierno y el sol entibiaba más que de costumbre, y
por un azar les llegó suficiente comida. Volaron por un momento los
pensamientos lejos, la libertad, el regreso al hogar... ¡cuidado! los
sueños estaban prohibidos en Auschwitz por salud mental, acababan
haciendo daño, pero la voluntad no pudo acallarlos ese día y renació la
esperanza de salir por las puertas, no por las chimenas. Los esclavos
recobraron la calidad humana, pudimos ser -apunta Levi- "desdichados a
la manera de los hombres libres". Es curioso que diga "desdichados" y no
"dichosos". El autor es y será escéptico toda su vida. Joven de
veinticuatro años, está encerrado en el campo del horror y sólo de
milagro saldrá por las puertas. Tan anheladas, no se engaña: una vez
traspuestas, afuera no le aguarda la felicidad, más bien una desdicha de
otro tipo. Infinitamente menor, cubre -nada menos- la distancia que va
de lo subhumano a lo humano. Y a pesar de esa brutal diferencia, Levi no
se hace ilusiones: si dentro del campo es el infierno, fuera no es el
paraíso. Y la prueba: allí, desde el mundo de "los hombres libres", se
planeó y ejecutó el holocausto, hubo mentes capaces de ello, y siguieron
activas más allá de las alambradas y hasta el fin de la guerra.
Ya liberado, de regreso con los suyos, Levi nos cuenta cómo una
pesadilla recurrente no lo deja en paz. Está otra vez en Auschwitz y
alcanza a ver lo de fuera, el movimiento familiar dentro del hogar, las
flores de los jardines, los amigos reunidos en la cafetería de siempre,
pero siente que todo eso es irreal, un engaño de los sentidos, un
espejismo, un sueño, un sueño, no hay fuera ni dentro, Auschwitz ha
copado el mundo y en realidad él nunca ha salido del campo... es cuando
vuelve a oír la voz del "kapo: ¡levantarse!" Despierta, no es cierto,
eso quedó atrás, pero teme volver a dormirse. Y las preguntas asaltan su
razón. ¿Otra vez habrá campos de exterminio? ¿O ya no serán necesarios,
las armas de destrucción masiva harán sus veces? Otras mentes ¿abrigan
hoy esos planes? ¿Habrá sido vano mi testimonio?
Y un día su razón, así agobiada, después de cortar un tratamiento con
antidepresivos, no es capaz de frenar el impulso y se arroja al vacío. A
pesar de todo, de este final de su vida, unas chimeneas se han impuesto
a las otras. Las que baja Papá Noel cargado de regalos mientras el
trineo lo espera en la calle, ésas continúan abiertas al paso e invitan
a la fraternidad navideña. Las otras, desde el museo en que se ha
convertido Auschwitz, se suman a la prédica de los sobrevivientes, y
dicen: nunca más el nazismo.
Lejos ya de las pesadillas y de los recuerdos envenenados, descanse en
paz Primo Levi, misión cumplida.
*Marcos Winocur
Nace en Córdoba, Argentina, reside en Puebla, México.
Publicó un libro sobre temática latinoamericana (serie general, N.43,
Crítica/Mondadori, reeditado en Francia, Hachette -bajo forma de
microfichas- y en Argentina, México y Chile).
En París, se doctoró en Historia, fue alumno de Braudel, Vilar y Romano
(EPHE).
Es investigador en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la
BUAP. (Benemérita Universidad Autónoma de Puebla)
SI ESTO ES UN HOMBRE (FRAGMENTO)
Título original: Se
questo é un uomo
© Giulio Einaudi Editore Torino 1958, 1976
Primera edición en esta colección: enero de 2002
Segunda edición: mayo de 2002
© de la traducción: Pilar Gómez Bedate 1987
© de esta edición: Muchnik Editores, S.A. Peu de la Creu 4, 08001
Barcelona
ISBN: 84–7669–525–x
Depósito legal: B.24.799–2002
ÍNDICE
EL VIAJE 6
EN EL FONDO 11
LA INICIACIÓN 20
KA–BE 23
NUESTRAS NOCHES 31
EL TRABAJO 36
UN DÍA BUENO 40
MÁS ACÁ DEL BIEN Y DEL MAL 44
LOS HUNDIDOS Y LOS SALVADOS 49
EXAMEN DE QUÍMICA 57
EL CANTO DE ULISES 61
LOS ACONTECIMIENTOS DEL VERANO 65
OCTUBRE DE 1944 69
KRAUS 73
DIE DREI LEUTE VOM LABOR 76
EL ÚLTIMO 81
HISTORIA DE DIEZ DÍAS 85
APÉNDICE DE 1976 98
Presentación
Tuve la suerte de no ser deportado a Auschwitz hasta 1944, y después de
que el gobierno alemán hubiera decidido, a causa de la escasez creciente
de mano de obra, prolongar la media de vida de los prisioneros que iba a
eliminar concediéndoles mejoras notables en el tenor de vida y
suspendiendo temporalmente las matanzas dejadas a merced de
particulares.
Por ello, este libro mío, por lo que se refiere a detalles atroces, no
añade nada a lo ya sabido por los lectores de todo el mundo sobre el
inquietante asunto de los campos de destrucción. No lo he escrito con la
intención de formular nuevos cargos; sino más bien de proporcionar
documentación para un estudio sereno de algunos aspectos del alma
humana. Habrá muchos, individuos o pueblos, que piensen más o menos
conscientemente, que “todo extranjero es un enemigo”. En la mayoría de
los casos esta convicción yace en el fondo de las almas como una
infección latente; se manifiesta solo en actos intermitentes e
incoordinados, y no está en el origen de un sistema de pensamiento. Pero
cuando éste llega, cuando el dogma inexpresado se convierte en la
premisa mayor de un silogismo, entonces, al final de la cadena está el
Lager: Él es producto de un concepto de mundo llevado a sus últimas
consecuencias con una coherencia rigurosa: mientras el concepto subsiste
las consecuencias nos amenazan. La historia de los campos de destrucción
debería ser entendida por todos como una siniestra señal de peligro.
Me doy cuenta, y pido indulgencia por ellos, de los defectos
estructurales del libro. Si no en acto, sí en la intención y en su
concepción, nació en los días del Lager. La necesidad de hablar a “los
demás”, de hacer que “los demás” supiesen, había asumido entre nosotros,
antes de nuestra liberación y después de ella, el carácter de un impulso
inmediato y violento, hasta el punto de que rivalizaba con nuestras
demás necesidades más elementales; este libro lo escribí para satisfacer
esta necesidad, en primer lugar, por lo tanto, como una liberación
interior. De aquí su carácter fragmentario: sus capítulos han sido
escritos no en una sucesión lógica sino por su orden de urgencia. El
trabajo de empalmarlos y de fundirlos lo he hecho según un plan
posterior.
Me parece superfluo añadir que ninguno de los datos ha sido inventado.
PRIMO LEVI
Si esto es un hombre
Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
La enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.
El viaje
Me había capturado la Milicia fascista el 13 de diciembre de 1943. Tenía
veinticuatro años, poco juicio, ninguna experiencia, y una inclinación
decidida, favorecida por el régimen de segregación al que estaba
reducido desde hacía cuatro años por las leyes raciales, a vivir en un
mundo poco real, poblado por educados fantasmas cartesianos, sinceras
amistades masculinas y lánguidas amistades femeninas. Cultivaba un
sentido de la rebelión moderado y abstracto.
No me había sido fácil elegir el camino del monte y contribuir a poner
en pie todo lo que, en mi opinión y en la de otros amigos no mucho más
expertos, habría podido convertirse en una banda de partisanos afiliada
a "Justicia y Libertad". No teníamos contactos, armas, dinero ni
experiencia para procurárnoslos; nos faltaban hombres capaces y
estábamos agobiados por un montón de gente que no servía para el caso,
de buena fe o de mala, que subía de la llanura en busca de una
organización inexistente, de jefes, de armas o también únicamente de
protección, de un escondrijo, de una hoguera, de un par de zapatos.
En aquel tiempo todavía no me había sido predicada la doctrina que
tendría que aprender más tarde y rápidamente en el Lager, según la cual
el primer oficio de un hombre es perseguir sus propios fines por medios
adecuados, y quien se equivoca lo paga, por lo que no puedo sino
considerar justo el sucesivo desarrollo de los acontecimientos. Tres
centurias de la Milicia que habían salido en plena noche para sorprender
a otra banda, mucho más potente y peligrosa que nosotros, que se
ocultaba en el valle contiguo, irrumpieron, en una espectral alba de
nieve, en nuestro refugio y me llevaron al valle como sospechoso.
En los interrogatorios que siguieron preferí declarar mi condición de
"ciudadano italiano de raza judía" porque pensaba que no habría podido
justificar de otra manera mi presencia en aquellos lugares, demasiado
apartados incluso para un "fugitivo", y juzgué (mal, como se vio
después) que admitir mi actividad política habría supuesto la tortura y
una muerte cierta. Como judío me enviaron a Fossoli, cerca de Módena,
donde en un vasto campo de concentración, antes destinado a los
prisioneros de guerra ingleses y americanos, se estaba recogiendo a los
pertenecientes a las numerosas categorías de personas no gratas al
reciente gobierno fascista republicano.
En el momento de mi llegada, es decir a finales de enero de 1944, los
judíos italianos en el campo eran unos ciento cincuenta pero, pocas
semanas más tarde, su número llegaba a más de seiscientos. En la mayor
parte de los casos se trataba de familias enteras, capturadas por los
fascistas o por los nazis por su imprudencia o como consecuencia de una
delación. Unos pocos se habían entregado espontáneamente, bien porque
estaban desesperados de la vida de prófugos, bien porque no tenían
medios de subsistencia o bien por no separarse de algún pariente
capturado; o también, absurdamente, para "legalizarse". Había, además,
un centenar de militares yugoslavos internados, y algunos otros
extranjeros considerados políticamente sospechosos.
La llegada de una pequeña sección de las SS alemanas habría debido
levantar sospechas incluso a los más optimistas, pero se llegó a
interpretar de maneras diversas aquella novedad sin extraer la
consecuencia más obvia, de manera que, a pesar de todo, el anuncio de la
deportación encontró los ánimos desprevenidos.
El día 20 de febrero los alemanes habían inspeccionado el campo con
cuidado, habían hecho reconvenciones públicas y vehementes al comisario
italiano por la defectuosa organización del servicio de cocina y por la
escasa cantidad de leña distribuida para la calefacción; habían incluso
dicho que pronto iba a empezar a funcionar una enfermería. Pero la
mañana del 21 se supo que al día siguiente los judíos iban a irse de
allí. Todos, sin excepción. También los niños, también los viejos,
también los enfermos. A dónde iban, no se sabía. Había que prepararse
para quince días de viaje. Por cada uno que dejase de presentarse se
fusilaría a diez.
Sólo una minoría de ingenuos y de ilusos se obstinó en la esperanza:
nosotros habíamos hablado largamente con los prófugos polacos y croatas,
y sabíamos lo que quería decir salir de allí. Para los condenados a
muerte la tradición prescribe un ceremonial austero, apto para poner en
evidencia cómo toda pasión y toda cólera están apaciguadas ya, cómo el
acto de justicia no representa sino un triste deber hacia la sociedad,
tal que puede ser acompañado por compasión hacia la víctima de parte del
mismo ajusticiador. Por ello se le evita al condenado cualquier
preocupación exterior, se le concede la soledad y, si lo desea, todo
consuelo espiritual; se procura, en resumen, que no sienta a su
alrededor odio ni arbitrariedad sino la necesidad y la justicia y, junto
con el castigo, el perdón.
Pero a nosotros esto no se nos concedió, porque éramos demasiados, y
había poco tiempo, y además ¿de qué teníamos que arrepentirnos y de qué
ser perdonados? El comisario italiano dispuso, en fin, que todos los
servicios siguieran cumpliéndose hasta el aviso definitivo; así, la
cocina siguió funcionando, los encargados de la limpieza trabajaron como
de costumbre, y hasta los maestros y profesores de la pequeña escuela
dieron por la tarde su clase como todos los días. Pero aquella tarde a
los niños no se les puso ninguna tarea. Y llegó la noche, y fue una
noche tal que se sabía que los ojos humanos no habrían podido
contemplarla y sobrevivir. Todos se dieron cuenta de ello, ninguno de
los guardianes, ni italianos ni alemanes, tuvo el ánimo de venir a ver
lo que hacen los hombres cuando saben que tienen que morir.
Cada uno se despidió de la vida del modo que le era más propio. Unos
rezaron, otros bebieron desmesuradamente, otros se embriagaron con su
última pasión nefanda. Pero las madres velaron para preparar con amoroso
cuidado la comida para el viaje, y lavaron a los niños, e hicieron el
equipaje, y al amanecer las alambradas espinosas estaban llenas de ropa
interior infantil puesta a secar; y no se olvidaron de los pañales, los
juguetes, las almohadas, ni de ninguna de las cien pequeñas cosas que
conocen tan bien y de las que los niños tienen siempre necesidad. ¿No
haríais igual vosotras? Si fuesen a mataros mañana con vuestro hijo, ¿no
le daríais de comer hoy?
En
la barraca 6 A vivía el viejo Gattegno, con su mujer y sus numerosos
hijos y los nietos y los yernos y sus industriosas nueras. Todos los
hombres eran leñadores; venían de Trípoli, después de muchos y largos
desplazamientos, y siempre se habían llevado consigo los instrumentos de
su oficio, y la batería de cocina, y las filarmónicas y el violín para
tocar y bailar después de la jornada de trabajo, porque eran gente
alegre y piadosa.
Sus mujeres fueron las primeras en despachar los preparativos del viaje,
silenciosas y rápidas para que quedase tiempo para el duelo; y cuando
todo estuvo preparado, el pan cocido, los hatos hechos, entonces se
descalzaron, se soltaron los cabellos y pusieron en el suelo las velas
fúnebres, y las encendieron siguiendo la costumbre de sus padres; y se
sentaron en el suelo en corro para lamentarse, y durante toda la noche
lloraron y rezaron.
Muchos de nosotros nos paramos a su puerta y sentimos que descendía en
nuestras almas, fresco en nosotros, el dolor antiguo del pueblo que no
tiene tierra, el dolor sin esperanza del éxodo que se renueva cada
siglo.
El amanecer nos atacó a traición; como si el sol naciente se aliase con
los hombres en el deseo de destruirnos. Los distintos sentimientos que
nos agitaban, de aceptación consciente, de rebelión sin frenos, de
abandono religioso, de miedo, de desesperación, desembocaban, después de
la noche de insomnio, en una incontrolable locura colectiva. El tiempo
de meditar, el tiempo de asumir las cosas se había terminado, y
cualquier intento de razonar se disolvía en un tumulto sin vínculos del
cual, dolorosos como tajos de una espada, emergían en relámpagos, tan
cercanos todavía en el tiempo y el espacio, los buenos recuerdos de
nuestras casas.
Muchas cosas dijimos e hicimos entonces de las cuales es mejor que no
quede el recuerdo.
Con la absurda exactitud a que más adelante tendríamos que
acostumbrarnos, los alemanes tocaron diana. Al terminar, Wieviel Stück?,
preguntó el alférez; y el cabo saludó dando el taconazo, y le contestó
que las "piezas" eran seiscientos cincuenta, y que todo estaba en orden;
entonces nos cargaron en las camionetas y nos llevaron a la estación de
Carpi. Allí nos esperaba el tren y la escolta para el viaje. Allí
recibimos los primeros golpes: y la cosa fue tan inesperada e insensata
que no sentimos ningún dolor, ni en el cuerpo ni en el alma. Sólo un
estupor profundo: ¿cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?
Los vagones eran doce, y nosotros seiscientos cincuenta; en mi vagón
éramos sólo cuarenta y cinco, pero era un vagón pequeño. Aquí estaba,
ante nuestros ojos, bajo nuestros pies, uno de los famosos trenes de
guerra alemanes, los que no vuelven, aquéllos de los cuales, temblando y
siempre un poco incrédulos, habíamos oído hablar con tanta frecuencia.
Exactamente así, punto por punto: vagones de mercancías, cerrados desde
el exterior, y dentro hombres, mujeres, niños, comprimidos sin piedad,
como mercancías en docenas, en un viaje hacia la nada, en un viaje hacia
allá abajo, hacia el fondo. Esta vez, dentro íbamos nosotros.
Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad perfecta no
es posible, pero pocos hay que se detengan en la consideración opuesta
de que lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta. Los momentos que se
oponen a la realización de uno y otro estado limite son de la misma
naturaleza: se derivan de nuestra condición humana, que es enemiga de
cualquier infinitud. Se opone a ello nuestro eternamente insuficiente
conocimiento del futuro; y ello se llama, en un caso, esperanza y en el
otro, incertidumbre del mañana. Se opone a ello la seguridad de la
muerte, que pone limite a cualquier gozo, pero también a cualquier
dolor. Se oponen a ello las inevitables preocupaciones materiales que,
así como emponzoñan cualquier felicidad duradera, de la misma manera
apartan nuestra atención continuamente de la desgracia que nos oprime y
convierten en fragmentaria, y por lo mismo en soportable, su conciencia.
Fueron las incomodidades, los golpes, el frío, la sed, lo que nos
mantuvo a flote sobre una desesperación sin fondo, durante el viaje y
después. No el deseo de vivir, ni una resignación consciente: porque son
pocos los hombres capaces de ello y nosotros no éramos sino una muestra
de la humanidad más común.
Habían cerrado las puertas en seguida pero el tren no se puso en marcha
hasta por la tarde. Nos habíamos enterado con alivio de nuestro destino.
Auschwitz: un nombre carente de cualquier significado entonces para
nosotros pero que tenía que corresponder a un lugar de este mundo.
El tren iba lentamente, con largas paradas enervantes. Desde la mirilla
veíamos desfilar las altas rocas pálidas del valle del Ádige, los
últimos nombres de las ciudades italianas. Pasamos el Breno a las doce
del segundo día y todos se pusieron en pie pero nadie dijo una palabra.
Yo tenía en el corazón el pensamiento de la vuelta, y se me representaba
cruelmente cuál debería ser la sobrehumana alegría de pasar por allí
otra vez, con unas puertas abiertas por donde ninguno desearía huir, y
los primeros nombres italianos... y mirando a mi alrededor pensaba en
cuántos, de todo aquel triste polvo humano, podrían estar señalados por
el destino.
Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan sólo cuatro han
vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado.
Sufríamos de sed y de frío: a cada parada pedíamos agua a grandes voces,
o por lo menos un puñado de nieve, pero en pocas ocasiones nos hicieron
caso; los soldados de la escolta alejaban a quienes trataban de
acercarse al convoy. Dos jóvenes madres, con sus hijos todavía colgados
del pecho, gemían noche y día pidiendo agua. Menos terrible era para
todos el hambre, el cansancio y el insomnio que la tensión y los nervios
hacían menos penosos: pero las noches eran una pesadilla interminable.
Pocos son los hombres que saben caminar a la muerte con dignidad, y
muchas veces no aquéllos de quienes lo esperaríamos. Pocos son los que
saben callar y respetar el silencio ajeno. Nuestro sueño inquieto era
interrumpido frecuentemente por riñas ruidosas y fútiles, por
imprecaciones, patadas y puñetazos lanzados a ciegas para defenderse
contra cualquier contacto molesto e inevitable. Entonces alguien
encendía la lúgubre llama de una velita y ponía en evidencia, tendido en
el suelo, un revoltijo oscuro, una masa humana confusa y continua, torpe
y dolorosa, que se elevaba acá y allá en convulsiones imprevistas
súbitamente sofocadas por el cansancio.
Desde la mirilla, nombres conocidos y desconocidos de ciudades
austríacas, Salzburgo, Viena; luego checas, al final, polacas. La noche
del cuarto día el frío se hizo intenso: el tren recorría interminables
pinares negros, subiendo de modo perceptible. Había nieve alta. Debía de
ser una vía secundaria, las estaciones eran pequeñas y estaban casi
desiertas. Nadie trataba ya, durante las paradas, de comunicarse con el
mundo exterior: nos sentíamos ya "del otro lado". Hubo entonces una
larga parada en campo abierto, después continuó la marcha con extrema
lentitud, y el convoy se paró definitivamente, de noche cerrada, en
mitad de una llanura oscura y silenciosa.
Se veían, a los dos lados de la vía, filas de luces blancas y rojas que
se perdían a lo lejos; pero nada de ese rumor confuso que anuncia de
lejos los lugares habitados. A la luz mísera de la última vela,
extinguido el ritmo de las ruedas, extinguido todo rumor humano,
esperábamos que sucediese algo.
Junto a mí había ido durante todo el viaje, aprisionada como yo entre un
cuerpo y otro, una mujer. Nos conocíamos hacía muchos años y la
desgracia nos había golpeado a la vez pero poco sabíamos el uno del
otro. Nos contamos entonces, en aquel momento decisivo, cosas que entre
vivientes no se dicen. Nos despedimos, y fue breve; los dos al hacerlo,
nos despedíamos de la vida. Ya no teníamos miedo.
Nos soltaron de repente. Abrieron el portón con estrépito, la oscuridad
resonó con órdenes extranjeras, con esos bárbaros ladridos de los
alemanes cuando mandan, que parecen dar salida a una rabia secular.
Vimos un vasto andén iluminado por reflectores. Un poco más allá, una
fila de autocares. Luego, todo quedó de nuevo en silencio. Alguien
tradujo: había que bajar con el equipaje, dejarlo junto al tren. En un
momento el andén estuvo hormigueante de sombras: pero teníamos miedo de
romper el silencio, todos se agitaban en torno a los equipajes, se
buscaban, se llamaban unos a otros, pero tímidamente, a media voz.
Una decena de SS estaban a un lado, con aire indiferente, con las
piernas abiertas. En determinado momento empezaron a andar entre
nosotros y, en voz baja, con rostros de piedra, empezaron a
interrogarnos rápidamente, uno a uno, en mal italiano. No interrogaban a
todos, sólo a algunos. "¿Cuántos años? ¿sano o enfermo?" y según la
respuesta nos señalaban dos direcciones diferentes.
Todo estaba silencioso como en un acuario, y como en algunas escenas de
los sueños. Esperábamos algo más apocalíptico y aparecían unos simples
guardias. Era desconcertante y desarmante. Hubo alguien que se atrevió a
preguntar por las maletas: contestaron: "maletas después"; otro no
quería separarse de su mujer: dijeron "después otra vez juntos"; muchas
madres no querían separarse de sus hijos: dijeron "bien, bien, quedarse
con hijo". Siempre con la tranquila seguridad de quien no hace más que
su oficio de todos los días; pero Renzo se entretuvo un instante de más
al despedirse de Francesca, que era su novia, y con un solo golpe en
mitad de la cara lo tumbaron en tierra; era su oficio de cada día.
En menos de diez minutos todos los que éramos hombres útiles estuvimos
reunidos en un grupo. Lo que fue de los demás, de las mujeres, de los
niños, de los viejos, no pudimos saberlo ni entonces ni después: la
noche se los tragó, pura y simplemente. Hoy sabemos que con aquella
selección rápida y sumaria se había decidido de todos y cada uno de
nosotros si podía o no trabajar útilmente para el Reich; sabemos que en
los campos de Buna–Monowitz y Birkenau no entraron, de nuestro convoy,
más que noventa y siete hombres y veintinueve mujeres y que de todos los
demás, que eran más de quinientos, ninguno estaba vivo dos días más
tarde. Sabemos también que por tenue que fuese no siempre se siguió este
sistema de discriminación entre útiles e improductivos y que más tarde
se adoptó con frecuencia el sistema más simple de abrir los dos portones
de los vagones, sin avisos ni instrucciones a los recién llegados.
Entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy;
los otros iban a las cámaras de gas.
Así murió Emilia, que tenía tres años; ya que a los alemanes les parecía
clara la necesidad histórica de mandar a la muerte a los niños de los
judíos. Emilia, hija del ingeniero Aldo Levi de Milán, que era una niña
curiosa, ambiciosa, alegre e inteligente a la cual, durante el viaje en
el vagón atestado, su padre y su madre habían conseguido bañar en un
cubo de zinc, en un agua tibia que el degenerado maquinista alemán había
consentido en sacar de la locomotora que nos arrastraba a todos a la
muerte.
Desaparecieron así en un instante, a traición, nuestras mujeres,
nuestros padres, nuestros hijos. Casi nadie pudo despedirse de ellos.
Los vimos un poco de tiempo como una masa oscura en el otro extremo del
andén,
uego
ya no vimos nada.
Emergieron, en su lugar, a la luz de los faroles, dos pelotones de
extraños individuos. Andaban en formación de tres en tres, con extraño
paso embarazado, la cabeza inclinada hacia adelante y los brazos
rígidos. Llevaban en la cabeza una gorra cómica e iban vestidos con un
largo balandrán a rayas que aun de noche y de lejos se adivinaba sucio y
desgarrado. Describieron un amplio círculo alrededor de nosotros, sin
acercársenos y, en silencio, empezaron a afanarse con nuestros equipajes
y a subir y a bajar de los vagones vacíos.
Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y
loco, pero habíamos comprendido algo. Ésta era la metamorfosis que nos
esperaba. Mañana mismo seríamos nosotros una cosa así.
Sin saber cómo, me encontré subido a un autocar con unos treinta más; el
autocar arrancó en la noche a toda velocidad; iba cubierto y no se podía
ver nada afuera pero por las sacudidas se veía que la carretera tenía
muchas curvas y cunetas. ¿No llevábamos escolta? ¿...tirarse afuera?
Demasiado tarde, demasiado tarde, todos vamos hacia "abajo". Por otra
parte, nos habíamos dado cuenta de que no íbamos sin escolta: teníamos
una extraña escolta. Era un soldado alemán erizado de armas; no lo vemos
porque hay una oscuridad total, pero sentimos su contacto duro cada vez
que una sacudida del vehículo nos arroja a todos en un montón a la
derecha o a la izquierda. Enciende una linterna de bolsillo y en lugar
de gritarnos "Ay de vosotras, almas depravadas" nos pregunta cortésmente
a uno por uno, en alemán y en lengua franca, si tenemos dinero o relojes
para dárselos: total, no nos van a hacer falta para nada. No es una
orden, esto no está en el reglamento: bien se ve que es una pequeña
iniciativa privada de nuestro caronte. El asunto nos suscita cólera y
risa, y una extraña sensación de alivio.
En el fondo
El viaje duró sólo una veintena de minutos. Luego el autocar se detuvo y
vimos una gran puerta, y encima un letrero muy iluminado (cuyo recuerdo
todavía me asedia en sueños): ARBEIT MACHT FREI, el trabajo nos hace
libres.
Bajamos, nos hacen entrar en una sala vasta y vacía, ligeramente
templada. ¡Qué sed teníamos! El débil murmullo del agua en los
radiadores nos enfurecía: hacía cuatro días que no bebíamos. Y hay un
grifo: encima un cartel donde dice que está prohibido beber porque el
agua está envenenada. Estupideces, a mí me parece evidente que el cartel
es una burla, "ellos" saben que nos morimos de sed y nos meten en una
sala, y hay allí un grifo, y Wassertrinken verbotten. Yo bebo, e incito
a mis compañeros a hacerlo, pero tengo que escupir, el agua está tibia y
dulzona, huele a ciénaga.
Esto es el infierno. Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe de ser
así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar en
pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos
algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo
vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muertos. Algunos
se sientan en el suelo. El tiempo trascurre gota a gota.
No estamos muertos; la puerta se ha abierto y ha entrado un SS, está
fumando. Nos mira sin prisa, pregunta, Wer kann Deutsch?, se adelanta de
entre nosotros uno que no he visto nunca, se llama Flesch; él va a ser
nuestro intérprete. El SS habla largamente, calmosamente: el intérprete
traduce. Tenemos que ponernos en filas de cinco, separados dos metros
uno de otro; luego tenemos que desnudarnos y hacer un hato con las ropas
de una manera determinada, las cosas de lana por un lado y todo lo demás
por otro, quitarnos los zapatos pero tener mucho cuidado para que no nos
los roben.
Robárnoslos ¿quién? ¿Por qué iban a querer robarnos los zapatos? ¿Y
nuestros documentos, lo poco que tenemos en los bolsillos, los relojes?
Todos miramos al intérprete, y el intérprete le preguntó al alemán, y el
alemán fumaba y lo miró de hito en hito como si fuese transparente, como
si no hubiese dicho nada.
Nunca habíamos visto a viejos desnudos. El señor Bergmann llevaba un
cinturón de herniado y le preguntó al intérprete si tenía que
quitárselo, y el intérprete se quedó dudando. Pero el alemán lo entendió
y habló seriamente al intérprete señalando a algunos; vimos que el
intérprete tragaba saliva, y después dijo:
–El alférez dice que se quite el cinturón y que le darán el del señor
Coen.
Se veían las palabras salir amargamente de la boca de Flesch, era su
modo de reírse del alemán.
Luego llegó otro alemán, y dijo que pusiésemos los zapatos en una
esquina, y los pusimos, porque ya no hay nada que hacer y nos sentimos
fuera del mundo y lo único que nos queda es obedecer. Llega uno con una
escoba y barre todos los zapatos, fuera de la puerta, en un montón. Está
loco, los mezcla todos, noventa y seis pares, estarán desparejados. La
puerta da al exterior, entra un viento helado y nosotros estamos
desnudos, y nos cubrimos el vientre con las manos. El viento golpea y
cierra la puerta; el alemán vuelve a abrirla y se queda mirando con aire
absorto cómo nos contorsionamos para protegernos del viento los unos
tras de los otros; luego se va y cierra.
Ahora es el segundo acto. Entran violentamente cuatro con navajas de
afeitar, brochas y maquinillas rapadoras, llevan pantalones y chaquetas
a rayas, un número cosido sobre el pecho; tal vez son de la misma clase
que aquellos otros de esta tarde (¿esta tarde o ayer por la tarde?);
pero éstos están robustos y floridos. Les hacemos muchas preguntas, pero
ellos nos cogen y en un momento nos encontramos pelados y rapados. ¡Qué
caras de idiotas tenemos sin pelo! Los cuatro hablan una lengua que no
nos parece de este mundo, es seguro que no es alemán porque yo el alemán
lo entiendo un poco.
Por fin se abre otra puerta: y aquí estamos todos encerrados, desnudos,
tapados, de pie, con los pies metidos en el agua, es una sala de duchas.
Estamos solos, y poco a poco se nos pasa el estupor y nos ponemos a
hablar, y todos preguntan y ninguno contesta. Si estamos desnudos en una
sala de duchas quiere decir que vamos a ducharnos. Si vamos a ducharnos
es porque no nos van a matar todavía. Y entonces por qué nos hacen estar
de pie, y no nos dan de beber, y nadie nos explica nada, y no tenemos
zapatos ni ropas sino que estamos desnudos con los pies metidos en el
agua, y hace frío y hace cinco días que estamos viajando y ni siquiera
podemos sentarnos.
¿Y nuestras mujeres?
El ingeniero Levi me pregunta si pienso que también nuestras mujeres
estarán así como nosotros en estos momentos, y que dónde estarán, y si
podremos volver a verlas. Le contesto que sí porque él está casado y
tiene una niña; naturalmente que las veremos. Pero ahora mi idea es que
todo esto es un gran montaje para reírse de nosotros y vilipendiarnos, y
está claro que luego van a matarnos, quien crea que va a vivir está
loco, quiero decir que se ha vuelto loco, yo no, yo me he dado cuenta de
que pronto habremos terminado, tal vez en esta misma sala, cuando se
hayan aburrido de vernos desnudos dando saltos primero con un pie y
luego con el otro y tratando de sentarnos en el suelo de vez en cuando,
pero en el suelo hay tres dedos de agua fría y no podemos sentarnos.
Andamos de arriba abajo, sin sentido, y hablamos, cada uno de nosotros
hablamos con todos los demás, hacemos un gran barullo. Se abre la
puerta, entra un alemán, es el alférez de antes; habla brevemente, el
intérprete lo traduce.
–El alférez dice que tenéis que callaros porque esto no es una escuela
rabínica.
Se ve que estas palabras no suyas, estas palabras malvadas le tuercen la
boca al salir, como si escupiese un bocado asqueroso. Le pedimos que le
pregunte lo que estamos esperando, cuánto tiempo vamos a estar aquí, qué
es de nuestras mujeres, todo: pero dice que no, que no quiere
preguntárselo. Este Flesch, que se pliega de muy mala gana a traducir al
italiano las gélidas frases alemanas, y no quiere traducir al alemán
nuestras preguntas porque sabe que es inútil, es un judío alemán de unos
cincuenta años que tiene en la cara una gran cicatriz de una herida que
recibió luchando contra los italianos en el Piave, Es un hombre cerrado
y taciturno por quien experimento un respeto instintivo porque noto que
ha empezado a sufrir antes que nosotros.
El alemán se va y nosotros ahora estamos callados, aunque nos
avergoncemos un poco de estar callados. Era aún de noche, nos
preguntábamos si veríamos la luz del día. Otra vez se abrió la puerta, y
entró uno vestido a rayas. Era distinto de los otros, más viejo, con
lentes, una cara más civilizada, y era mucho menos robusto. Nos habló, y
hablaba italiano.
Ya estamos cansados de asombrarnos. Nos parece que estamos asistiendo a
algún drama insensato, de esos dramas en los que aparecen en escena las
brujas, el Espíritu Santo y el demonio. Habla italiano mal, con mucho
acento extranjero. Ha hablado mucho tiempo, es muy cortés, trata de
contestar todas nuestras preguntas.
Estamos en Monowitz, cerca de Auschwitz, en la Alta Silesia; una región
habitada a la vez por alemanes y polacos. Este campo es un campo de
trabajo, en alemán se dice Arbeitslager todos los prisioneros (son cerca
de diez mil) trabajan en una fábrica de goma que se llama Buna, de
manera que el mismo campo se llama Buna.
Nos darán zapatos y ropa, no las nuestras: otros zapatos, otras ropas,
como los suyos. Ahora estamos desnudos porque van a ducharnos y a
desinfectamos, cosa que harán inmediatamente después de diana, porque en
el campo no se entra si no se está desinfectado.
Sí, tendremos que trabajar, todos aquí tienen que trabajar. Pero hay
trabajos y trabajos: él, por ejemplo, es médico, es un médico húngaro
que ha estudiado en Italia, es el dentista del Lager. Está en el Lager
desde hace cuatro años (no en éste, Buna sólo existe desde hace un año y
medio) y, sin embargo, lo podemos ver, está bien, no está demasiado
delgado. ¿Por qué está en un Lager? ¿Es judío como nosotros?
–No– dice sencillamente –yo soy un criminal.
Le hacemos muchas preguntas, él se ríe de vez en cuando, contesta a unas
y a otras no, se ve que evita ciertas cuestiones. De las mujeres no dice
nada: dice que están bien, que las veremos pronto, pero no dice cómo ni
dónde. En vez de eso nos cuenta otras cosas, extrañas y locas, puede que
él se esté burlando también de nosotros. Puede que esté loco: en el
Lager uno se vuelve loco. Dice que todos los domingos hay conciertos y
partidos de fútbol, dice que quien boxea bien puede llegar a ser
cocinero. Dice que quien trabaja bien gana buenos premios con los que
puede comprarse tabaco y jabón. Dice que realmente el agua no es potable
y que en su lugar se distribuye todos los días un sucedáneo de café,
pero que generalmente nadie lo bebe porque la sopa está tan aguada que
satisface la sed. Le pedimos que nos dé algo de beber y dice que no
puede, que ha venido a vernos a escondidas, saltándose la prohibición de
los SS porque todavía estamos sin desinfectar, y que tiene que irse en
seguida; ha venido porque los italianos le son simpáticos y porque,
según dice, "tiene el corazón blando". Le preguntamos entonces si hay
más italianos en el campo y dice que hay algunos, pocos, no sabe
cuántos, y luego súbitamente cambia de conversación. Mientras tanto ha
sonado una campana y se ha ido rápidamente dejándonos atónitos y
desconcertados. Hay quien se siente reanimado, pero yo no, yo sigo
pensando que también este dentista, este individuo incomprensible, ha
querido divertirse a costa nuestra, y no quiero creer una palabra de lo
que ha dicho.
Al sonar la campana se ha oído despertar al oscuro campo.
Inesperadamente el agua ha empezado a caer, hirviendo, de las duchas,
cinco minutos de beatitud; pero inmediatamente después irrumpen cuatro
tipos (puede que los barberos) que, empapados y humeantes, nos echan a
gritos y empellones a la sala contigua, que está helada; aquí, otras
personas que gritan nos echan encima no sé qué andrajos y nos arrojan a
las manos un par de zapatones de suela de madera; sin tiempo para
entender lo que pasa nos encontramos ya al aire libre, sobre la nieve
azul y helada del amanecer y, descalzos y desnudos, con el ajuar en la
mano, tenemos que correr hasta otra barraca, a un centenar de metros.
Aquí podemos vestirnos.
Al terminar, nos quedamos cada uno en nuestro rincón y no nos atrevemos
a levantar la mirada hacia los demás. No hay donde mirarse, pero tenemos
delante nuestra imagen, reflejada en cien rostros lívidos, en cien
peleles miserables y sórdidos. Ya estamos transformados en los fantasmas
que habíamos vislumbrado anoche.
Entonces por primera vez nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene
palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un
instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad:
hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana
más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro:
nos han quitado las ropas, los zapatos, hasta los cabellos; si hablamos
no nos escucharán, y si nos escuchasen no nos entenderían. Nos quitarán
hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en
nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo
nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca.
Sabemos que es difícil que alguien pueda entenderlo, y está bien que sea
así, Pero pensad cuánto valor, cuánto significado se encierra aun en las
más pequeñas de nuestras costumbres cotidianas, en los cien objetos
nuestros que el más humilde mendigo posee: un pañuelo, una carta vieja,
la foto de una persona querida. Estas cosas son parte de nosotros, casi
como miembros de nuestro cuerpo; y es impensable que nos veamos privados
de ellas, en nuestro mundo, sin que inmediatamente encontremos otras que
las substituyan, otros objetos que son nuestros porque custodian y
suscitan nuestros recuerdos.
Imaginaos ahora un hombre a quien, además de a sus personas amadas, se
le quiten la casa, las costumbres, las ropas, todo, literalmente todo lo
que posee: será un hombre vacío, reducido al sufrimiento y a la
necesidad, falto de dignidad y de juicio, porque a quien lo ha perdido
todo fácilmente le sucede perderse a sí mismo; hasta tal punto que se
podrá decidir sin remordimiento su vida o su muerte prescindiendo de
cualquier sentimiento de afinidad humana; en el caso más afortunado,
apoyándose meramente en la valoración de su utilidad. Comprenderéis
ahora el doble significado del término "Campo de aniquilación", y veréis
claramente lo que queremos decir con esta frase: yacer en el fondo.
Häftling: me he enterado de que soy un Häftling. Me llamo 174517; nos
han bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el
brazo izquierdo.
La
operación ha sido ligeramente dolorosa y extraordinariamente rápida: nos
han puesto en fila a todos y, uno por uno, siguiendo el orden alfabético
de nuestros nombres, hemos ido pasando por delante de un hábil
funcionario provisto de una especie de punzón de aguja muy corta. Parece
que ésta ha sido la iniciación real y verdadera: sólo "si enseñas el
número" te dan el pan y la sopa. Hemos necesitado varios días y no pocos
bofetones y puñetazos para que nos acostumbrásemos a enseñar el número
diligentemente, de manera que no entorpeciésemos las operaciones
cotidianas de abastecimiento; hemos necesitado semanas y meses para
aprender a entenderlo en alemán. Y durante muchos días, cuando la
costumbre de mis días de libertad me ha hecho ir a mirar la hora en el
reloj de pulsera he visto irónicamente mi nombre nuevo, el número
punteado en signos azulosos bajo la epidermis.
Sólo mucho más tarde, y poco a poco, algunos de nosotros hemos aprendido
algo de la fúnebre ciencia de los números de Auschwitz, en la que se
compendian las etapas de la destrucción del judaísmo en Europa. A los
veteranos en el campo el número se lo dice todo: la época de ingreso en
él, el convoy del que formaban parte y, por consiguiente, la
nacionalidad. Cualquiera tratará con respeto a los números del 30 000 al
80 000: ya no quedan más que algunos centenares, y marcan a los pocos
supervivientes de los ghettos polacos. Hace falta tener los ojos bien
abiertos cuando se entra en relaciones comerciales con un 116 000 o 117
000: han quedado reducidos a una cuarentena, pero se trata de los
griegos de Salónica, no hay que dejarse embaucar. En cuanto a los
números altos tienen una nota de comicidad esencial, como sucede con los
términos "matrícula" y "conscripto" en la vida normal: el número alto
típico es un individuo panzudo, dócil y memo a quien puedes hacerle
creer que en la enfermería distribuyen zapatos de cuero para los
individuos de pies delicados, y convencerle de que se vaya corriendo
hasta allí y te deje su escudilla de sopa "para que se la guardes";
puedes venderle una cuchara por tres raciones de pan; puedes mandarle al
más feroz de los Kapos, a preguntarle (¡y me ha sucedido a mí!) si es
verdad que el suyo es el Kartoffelschalenkommando, el Kommando de Pelar
Patatas, y si puede enrolarse en él.
Por otra parte, todo nuestro proceso de inserción en este orden nuevo
sucede en clave grotesca y sarcástica. Terminada la operación de tatuaje
nos han encerrado en una barraca donde no hay nadie. Las literas están
hechas, pero nos han prohibido severamente tocarlas o sentarnos encima:
así, damos vueltas sin sentido durante medio día por el breve espacio
disponible, todavía atormentados por la sed furiosa del viaje. Después
se ha abierto la puerta, y ha entrado un muchacho de traje a rayas, con
aire bastante educado, bajo, delgado y rubio. Habla francés y muchos nos
echamos encima agobiándolo con todas las preguntas que hasta ahora nos
hemos hecho inútilmente los unos a los otros.
Pero no habla de buena gana: nadie aquí habla verdaderamente de buena
gana. Somos nuevos, no tenemos nada y no sabemos nada; ¿para qué perder
el tiempo con nosotros? Nos explica de mala gana que todos los demás
están fuera trabajando, y que volverán por la noche. El ha salido de la
enfermería esta mañana, por hoy está dispensado del trabajo. Yo le
pregunto (con una ingenuidad que sólo pocos días más tarde me parecería
fabulosa) si nos iban a devolver por lo menos los cepillos de dientes;
no se rió, sino que, con expresión llena de intenso desprecio, me
contestó, Vous n'étes pas á la maison. Y éste es el estribillo que todos
nos repiten: no estáis ya en vuestra casa, esto no es un sanatorio, de
aquí sólo se sale por la Chimenea (¿qué quería decir?, lo aprenderíamos
más tarde).
Y precisamente: empujado por la sed le he echado la vista encima a un
gran carámbano que había por fuera de una ventana al alcance de la mano.
Abrí la ventana, arranqué el carámbano, pero inmediatamente se ha
acercado un tipo alto y gordo que estaba dando vueltas afuera y me lo ha
arrancado brutalmente.
–Warum?– le pregunté en mi pobre alemán.
–Hier ist kein warum (aquí no hay ningún porqué) –me ha contestado,
echándome dentro de un empujón.
La explicación es sencilla, aunque revuelva el estómago: en este lugar
está prohibido todo, no por ninguna razón oculta sino porque el campo se
ha creado para ese propósito. Si queremos seguir viviendo tenemos que
aprenderlo rápidamente:
"El Santo Rostro no se halla aquí expuesto
ni esto es baño en el Serquio"...
Una hora tras otra, esta primera jornada larguísima del anteinfierno
llega a su fin. Mientras se pone el sol en un vértice de feroces nubes
sanguinolentas, nos hacen por fin salir del barracón. ¿Van a darnos de
beber? No, vuelven a ponernos en fila, nos llevan a una vasta explanada
que ocupa el centro del campo y nos colocan meticulosamente en
formación. Luego, de nuevo pasa otra hora sin que ocurra nada: parece
que estamos esperando a alguien.
Una banda empieza a tocar junto a la puerta del campo: toca Rosamunda,
la famosa canción sentimental, y nos parece tan extraño que nos miramos
sonriendo burlonamente; surge en nosotros un amago de alivio, puede que
todas estas ceremonias no sean más que una payasada colosal al gusto
germánico. Pero la banda, al terminar Rosamunda, sigue tocando otras
marchas, una tras otra, y he aquí que aparecen los pelotones de nuestros
compañeros que vuelven del trabajo. Vienen en columnas de cinco: tienen
un modo de andar extraño, inhumano, duro, como fantoches rígidos que
sólo tuviesen huesos: pero andan marcando escrupulosamente el tiempo de
la música.
También, como nosotros, se colocan en orden minucioso en la vasta
explanada; cuando ha entrado el último pelotón nos cuentan y vuelven a
contar; durante más de una hora se llevan a cabo largas revisiones que
parecen dirigidas por un tipo vestido a rayas que responde a un grupito
de SS formado en orden de combate.
Por fin (ya es de noche pero el campo está vivamente iluminado por
faroles y reflectores) se oye gritar "Absperre" y las formaciones se
deshacen en un enjambre confuso y turbulento. Ahora andan ya rígidos y
embarazados como antes: todos se arrastran con evidente esfuerzo.
Advierto que todos llevan en la mano o colgando de la cintura una
escudilla de hojalata tan grande como una palangana.
También los recién llegados damos vueltas entre la multitud en busca de
una voz, de un rostro amigo, de un guía. Contra las paredes de madera de
un barracón están apoyados, sentados en el suelo, dos muchachos: parecen
jovencísimos, de unos diez y seis años como mucho, los dos tienen la
cara y las manos sucias de hollín. Uno de los dos, mientras pasamos, me
llama y me pregunta en alemán algunas cosas que no entiendo; luego me
pregunta de dónde venimos.
–Italien –le contesto; querría preguntarle muchas otras cosas, pero mi
vocabulario alemán es limitadísimo.
–¿Eres judío? –le pregunto.
–Sí, judío polaco.
–¿Desde cuándo estás en el Lager?
–Tres años –y me muestra tres dedos.
Debe de haber entrado siendo un niño, pienso con horror; por otra parte,
esto significa que por lo menos alguien puede vivir aquí.
–¿En qué trabajas?
–Schlosser –me contesta. No le entiendo–: Eisen; Feuer (hierro, fuego).
Insiste, y hace señales con las manos como de quien golpea con el
martillo sobre un yunque. Así que es un herrero.
–Ich Chemiker –le confío yo; y él asiente gravemente con la cabeza
–Chemiker gut –Pero todo esto se refiere a un futuro lejano: lo que en
este momento me atormenta es la sed.
–Beber, agua. Nosotros no agua–, le digo.
Él me mira con cara seria, casi severa, y me dice separando las sílabas:
–No bebas agua, compañero –y luego otras palabras que no entiendo.
–Warum?
–Geschwollen –contesta telegráficamente: yo muevo la cabeza porque no le
he comprendido.
"Hinchado", me lo hace entender hinchando los carrillos e indicando con
las manos una monstruosa hinchazón de la cara y el vientre.
– Warten bis heute abend
"Esperar hasta esta noche", traduzco yo palabra por palabra.
Luego me dice:
–Ich Shloime. Du?
Le digo cómo me llamo, y me pregunta:
–¿Dónde tu madre?
–En Italia.
Shloime se asombra:
–¿Judía en Italia?
–Sí –le explico del mejor modo que sé– escondida, nadie lo sabe,
escapar, no hablar, nadie verlo.
Me ha entendido; ahora se pone de pie, se me acerca y me abraza
tímidamente. La aventura ha terminado, y me siento lleno de una tristeza
que es casi una alegría. No he vuelto a ver a Shloime, pero no he
olvidado su cara grave y mansa de muchacho que me acogió en el umbral de
la casa de los muertos.
Nos quedan por aprender muchísimas cosas, pero hemos aprendido ya
muchas. Tenemos una idea de la topografía del Lager; este Lager nuestro
es un cuadrado de unos seiscientos metros de lado, rodeado por dos
alambradas de púas, la interior de las cuales está recorrida por alta
tensión. Está constituido por sesenta barracones de madera que se llaman
Blocks, de los que una decena está en construcción: hay que añadir el
cuerpo de las cocinas, que es de ladrillo, una fábrica experimental que
dirigen un destacamento de Häftlinge privilegiados; los barracones de
las duchas y de las letrinas, uno por cada seis u ocho Blocks. Además,
algunos Blocks están dedicados a funciones particulares. Antes que
ninguno, un grupo de ocho, al extremo este del campo, constituye la
enfermería y el ambulatorio; luego está el Block 24 que es el
Kaftzeblock, reservado a los sarnosos; el Block 7, en donde nunca ha
entrado ningún Häftling corriente, reservado a la Prominenz, es decir, a
la aristocracia, a los internados que desempeñan las funciones más
altas; el Block 47, reservado a los Reichsdeutsche (a los alemanes
arios, políticos o criminales); el Block 49, sólo para Kapos; el Block
12, la mitad del cual, para el uso de los Reichsdeutsche y los Kapos,
funciona como Kantine, es decir, como distribuidora de tabaco,
insecticida en polvo y ocasionalmente otros artículos; el Block 37, que
contiene la Fureria central y la Oficina de trabajo; y para terminar el
Block 29, que tiene las ventanas siempre cerradas porque es el
Frauenblock, el prostíbulo del campo, servido por las muchachas polacas
Häftlinge, y reservado a los Reichsdeutsche.
Los Blocks comunes de viviendas estás divididos en dos locales; en uno
(Tagesraum) vive el jefe del barracón con sus amigos: tienen una mesa
larga, sillas, bancos; por todas partes un montón de objetos extraños de
colores vivos, fotografías, recortes de revistas, dibujos, flores
artificiales, adornos; grandes letreros en la pared, proverbios y
aleluyas que encomian el orden, la disciplina, la higiene; en un rincón,
una vitrina con los instrumentos del Blockfrisör (el barbero
autorizado), los cucharones para repartir la sopa y dos vergajos de
goma, el lleno y el vacío, para mantener la misma disciplina. El otro
local es el dormitorio; en él no hay más que ciento cuarenta y ocho
literas de tres pisos, dispuestas apretadamente como las celdas de una
colmena, de modo que se aprovechen todos los metros cúbicos del espacio,
hasta el techo, y separadas por tres pasillos; aquí viven los Häftlinge
corrientes, doscientos o doscientos cincuenta por barracón, por
consiguiente dos en una buena parte de cada una de las literas, que son
tablas de madera movibles, provistas de un delgado saco de paja y de dos
mantas cada una. Los pasillos de desahogo son tan estrechos que
difícilmente pueden pasar dos personas; la superficie total del suelo es
tan poca que los habitantes del mismo Block no pueden estar dentro a la
vez si por lo menos la mitad no están echados en las literas. De ahí la
prohibición de entrar en un Block al que no se pertenece.
En medio del Lager está la plaza del Pase de Lista, vastísima, donde nos
reunimos por las mañanas para formar los pelotones de trabajo, y por la
noche para que nos cuenten. Frente a la plaza de la Lista hay un arriate
de hierba cuidadosamente segada donde se alza la horca cuando llega la
ocasión.
Hemos aprendido bien pronto que los huéspedes del Lager se dividen en
tres categorías: los criminales, los políticos y los judíos. Todos van
vestidos a rayas, todos son Häftlinge, pero los criminales llevan junto
al número, cosido en la chaqueta, un triángulo verde; los políticos un
triángulo rojo; los judíos, que son la mayoría, llevan la estrella
hebraica, roja y amarilla. Hay SS pero pocos y fuera del campo, y se ven
relativamente poco: nuestros verdaderos dueños son los triángulos
verdes, que tienen plena potestad sobre nosotros, y además aquéllos de
las otras dos categorías que se prestan a secundarles: y que no son
pocos.
Y hay otra cosa que hemos aprendido, más o menos rápidamente, según el
carácter de cada cual; a responder Jawohl, a no hacer preguntas, a
fingir siempre que hemos entendido. Hemos aprendido el valor de los
alimentos; ahora también nosotros raspamos diligentemente el fondo de la
escudilla después del rancho, y nos la ponemos bajo el mentón cuando
comemos pan para no desperdiciar las migas. También sabemos ahora que no
es lo mismo recibir un cucharón de sopa de la superficie que del fondo
del caldero y ya estamos en condiciones de calcular, basándonos en la
capacidad de los distintos calderos, cuál es el sitio más conveniente al
que aspirar cuando hay que hacer cola.
Hemos aprendido que todo es útil; el hilo de alambre para atarse los
zapatos; los harapos para convertirlos en plantillas para los pies; los
papeles, para rellenar (ilegalmente) la chaqueta y protegerse del frío.
Hemos aprendido que en cualquier parte pueden robarte, o mejor, que te
roban automáticamente en cuanto te falla la atención; y para evitarlo
hemos tenido que aprender el arte de dormir con la cabeza sobre un lío
hecho con la chaqueta que contiene todo cuanto poseemos, de la escudilla
a los zapatos.
Conocemos ya buena parte del reglamento del campo, que es
extraordinariamente complicado. Las prohibiciones son innumerables:
acercarse más de dos metros a las alambradas; dormir con la chaqueta
puesta, sin calzoncillos o con el gorro puesto; usar determinados
lavabos o letrinas que son nur für Kapos o nur für Reichsdeutsche; no ir
a la ducha los días prescritos, e ir los días no prescritos; salir del
barracón con la chaqueta desabrochada o con el cuello levantado; llevar
debajo de la ropa papel o paja contra el frío; lavarse si no es con el
torso desnudo.
Infinitos
e insensatos son los ritos que hay que cumplir: cada día por la mañana
hay que hacer "la cama" dejándola completamente lisa; sacudir los zuecos
fangosos y repugnantes de la grasa de las máquinas, raspar de las ropas
las manchas de fango (las manchas de barniz, de grasa y de herrumbre se
admiten, sin embargo); por las noches hay que someterse a la revisión de
los piojos y a la revisión del lavado de los pies; los sábados hay que
afeitarse la cara y la cabeza, remendarse o dar a remendar los harapos;
los domingos, someterse a la revisión general de la sarna, y a la
revisión de los botones de la chaqueta, que tienen que ser cinco.
Además, se dan innumerables circunstancias, normalmente insignificantes,
que se convierten en problemas. Cuando las uñas están largas hay que
cortárselas, lo que no se puede hacer sino con los dientes (para las
uñas de los pies es suficiente el roce de los zapatos); si un botón se
pierde hay que saber cosérselo con un hilo de alambre; si se va a la
letrina o al lavabo hay que llevarse todo consigo, siempre y en
cualquier parte, y mientras uno se lava los ojos tiene que tener el lío
de la ropa bien cogido entre las rodillas: si no fuese así, en aquel
preciso momento se lo robarían. Si un zapato hace daño hay que acudir
por la tarde a la ceremonia del cambio de zapatos: en ella se pone a
prueba la pericia del individuo, que en medio de un increíble montón
tiene que saber elegir con un rápido vistazo un zapato (no un par) que
le esté bien, porque una vez que lo ha elegido no se le permiten más
cambios.
Y no creáis que los zapatos, en la vida del Lager, son un factor sin
importancia. La muerte empieza por los zapatos: se han convertido, para
la mayoría de nosotros en auténticos instrumentos de tortura que,
después de las largas horas de marcha, ocasionan dolorosas heridas las
cuales fatalmente se infectan. Quien las padece está obligado a andar
como si tuviese una bala en el pie (y he aquí por qué andan tan
extrañamente los ejércitos de larvas que cada noche vuelven desfilando);
llega a todas partes el último y por todas partes recibe golpes; no
puede huir si lo persiguen; se le hinchan los pies, y cuanto más se le
hinchan más insoportable le resulta el roce con la madera y la tela de
los zapatos. Entonces lo único que le queda es el hospital: pero entrar
en el hospital con el diagnóstico de dicke Füsse (pies hinchados) es
extraordinariamente peligroso, porque es bien sabido por todos, y
especialmente por los SS, que de este mal aquí es imposible curarse.
Y a todo esto todavía no hemos tenido en cuenta el trabajo, que a su vez
es una maraña de leyes, de tabúes y de problemas.
Todos trabajamos, excepto los enfermos (lograr ser declarado enfermo
supone de por sí un importante bagaje de sabiduría y de experiencia).
Todas las mañanas salimos en formación del campo de Buna; todas las
tardes, en formación, volvemos a él. Por lo que se refiere al trabajo
estamos subdivididos en unos doscientos Kommandos cada uno de los cuales
consta de quince a ciento cincuenta hombres bajo el mando de un Kapo.
Hay Kommandos buenos y malos: en su mayor parte están adscritos a los
transportes y el trabajo es muy duro, especialmente en invierno, aunque
no sea más que por desarrollarse siempre al aire libre. También hay
Kommandos de especialistas (electricistas, herreros, albañiles,
soldadores, mecánicos, picapedreros, etcétera) que están adscritos a
determinadas oficinas o departamentos de la Buna, dependientes de modo
más directo de Meister civiles, en su mayoría alemanes y polacos: esto,
naturalmente, sucede sólo durante las horas de trabajo: durante el resto
de la jornada los especialistas (en total no son más de trescientos o
cuatrocientos) no reciben un trato distinto del de los trabajadores
comunes. En la asignación de los individuos a los distintos Kommandos
decide un oficial especial del Lager, el Arbeitsdienst, que está en
continua relación con la dirección civil de la Buna. El Arbeitsdienst
toma las decisiones siguiendo criterios desconocidos, a menudo basándose
abiertamente en el favoritismo y la corrupción, de manera que si alguien
consigue hacerse con algo de comer puede estar prácticamente seguro de
obtener un buen puesto en la Buna.
El horario de trabajo cambia según la estación. Todas las horas de luz
son horas de trabajo: por ello se va de un horario mínimo de invierno
(de 8 a 12 y de 12.30 a 16) a uno máximo de verano (de 6.30 a 12 y de 13
a 18). Bajo ningún concepto pueden los Häftlinge estar trabajando
durante las horas de oscuridad o cuando haya una niebla densa, mientras
se trabaja regularmente cuando llueve o nieva o (caso muy frecuente)
cuando sopla el feroz viento de los Cárpatos; esto en relación con el
hecho de que la oscuridad o la niebla podrían proporcionar ocasión para
las tentativas de fuga.
Un domingo de cada dos es día normal de trabajo; los domingos que se
llaman festivos se trabaja en realidad generalmente en la conservación
del Lager, de manera que los días de reposo real son extraordinariamente
raros.
Ésta habrá de ser nuestra vida. Cada día, según el ritmo establecido,
Ausrücken y Einrücken, salir y entrar; trabajar, dormir y comer; ponerse
enfermo, curarse o morir.
...¿Y hasta cuándo? Pero los antiguos se ríen de esta pregunta: en esta
pregunta se reconoce a los recién llegados. Se ríen y no contestan: para
ellos, hace meses, años, que el problema del futuro remoto se ha
descolorido, ha perdido toda su agudeza, frente a los mundos más
urgentes y concretos problemas del futuro próximo: cuándo comeremos hoy,
si nevará, si habrá que descargar carbón.
Si fuésemos razonables tendríamos que resignarnos a esta evidencia: que
nuestro destino es perfectamente desconocido, que cualquier conjetura es
arbitraria y totalmente privada de cualquier fundamento real. Pero los
hombres son muy raramente razonables cuando lo que está en juego es su
propio destino; en cualquier caso prefieren las posturas extremas; por
ello, según su carácter, entre nosotros los hay que se han convencido
inmediatamente de que todo está perdido, de que no podemos seguir
viviendo y de que el fin está cerca y es seguro; otros, que por muy dura
que sea la vida que nos espera aquí, la salvación es probable y no está
lejos, y que si tenemos fe y fuerza volveremos a ver nuestro hogar y a
nuestros seres queridos. Los dos grupos, los pesimistas y los
optimistas, no están, por otra parte, tan diferenciados: no ya porque
los agnósticos sean muchos sino porque la mayoría, sin memoria ni
coherencia, oscila entre las dos posturas limite según sus
interlocutores del momento.
Heme
aquí, por consiguiente, llegado al fondo. A borrar con una esponja el
pasado, el futuro se aprende pronto si os obliga la necesidad. Quince
días después del ingreso tengo ya el hambre reglamentaria, un hambre
crónica desconocida por los hombres libres, que por la noche nos hace
soñar y se instala en todos los miembros de nuestro cuerpo; he aprendido
ya a no dejarme robar, y si encuentro una cuchara, una cuerda, un botón
del que puedo apropiarme sin peligro de ser castigado me lo meto en el
bolsillo y lo considero mío de pleno derecho. Ya me han salido, en el
dorso de los pies, las llagas que no se curan. Empujo carretillas,
trabajo con la pala, me fatigo con la lluvia, tiemblo ante el viento; ya
mi propio cuerpo no es mío: tengo el vientre hinchado y las extremidades
rígidas, la cara hinchada por la mañana y hundida por la noche; algunos
de nosotros tienen la piel amarilla, otros gris: cuando no nos vemos
durante tres o cuatro días nos reconocemos con dificultad.
Habíamos decidido reunirnos los italianos todos los domingos en un
rincón del Lager: pero pronto lo hemos dejado de hacer porque era
demasiado triste contarnos y ver que cada vez éramos menos, y más
deformes, y más escuálidos. Y era tan cansado andar aquel corto camino:
y además, al encontrarnos, recordábamos y pensábamos, y mejor era no
hacerlo.
LA INICIACIÓN
Después de los primeros días de traslados caprichosos de un bloque a
otro y de Kommando a Kommando, me asignaron, ya de noche, al Block 30 y
me indicaron una litera donde estaba durmiendo Diena. Diena se despierta
y, aunque muerto de cansancio, me hace sitio y me recibe amistosamente.
Yo no tengo sueño o, mejor dicho, el sueño me lo disimula el estado de
tensión y de ansiedad de que no he podido librarme todavía, y por eso
hablo y hablo.
Tengo demasiadas preguntas que hacer. Tengo hambre, y cuando mañana
repartan el potaje cómo voy a arreglármelas para comerlo sin cuchara? ¿Y
cómo se puede uno hacer una cuchara? ¿Y dónde van a mandarme a trabajar?
Diena sabe tanto como yo, naturalmente, y me contesta con otras
preguntas. Pero de arriba, de abajo, de al lado, desde lejos, desde
todos los rincones del barracón ya a oscuras, voces sonoras e iracundas
me gritan:
–Ruhe, Ruhe!
Entiendo que me imponen silencio, pero la palabra es nueva para mí, y
como no conozco su sentido y sus complicaciones, mi inquietud aumenta.
La confusión de las lenguas es un componente fundamental del modo de
vivir aquí abajo; se está rodeado por una perpetua Babel en la que todos
gritan órdenes y amenazas en lenguas que nunca se han oído, y ¡ay de
quien no las coge al vuelo! Aquí nadie tiene tiempo, nadie tiene
paciencia, nadie te escucha; los que hemos llegado últimos nos reunimos
instintivamente en los rincones, contra las paredes, para sentirnos con
la espalda materialmente resguardada.
Renuncio, pues, a hacer preguntas y en breve me hundo en un sueño amargo
y tenso. Pero no es un descanso: me siento amenazado, hostigado, a cada
instante estoy a punto de contraerme con un espasmo de defensa. Sueño y
me parece que estoy durmiendo en mitad de una calle, de un puente,
atravesado en una puerta por la que pasa mucha gente. Y aquí llega, ¡qué
rápidamente!, el despertar. El barracón se sacude desde los cimientos,
las luces se encienden, todos se agitan a mi alrededor en una actividad
frenética repentina: sacuden las mantas levantando nubes de polvo
fétido, se visten con prisa febril, corren afuera al hielo del aire
exterior a medio vestir, se precipitan a las letrinas y los lavabos;
muchos, como animales, orinan mientras corren para ganar tiempo porque
dentro de cinco minutos empieza la distribución del pan, del
pan–Brot–Broit–chleb–pain–lechem–kenyér, del sagrado pedacito gris que
parece gigantesco en manos de tu vecino y pequeño hasta echarse a llorar
en las tuyas. Es una alucinación cotidiana a la que uno termina por
acostumbrarse: pero en los primeros tiempos es tan irresistible que
muchos de nosotros, luego de discutir por parejas sobre la propia
evidente y constante mala suerte y la escandalosa buena suerte del otro,
acabamos por intercambiar nuestras raciones, con lo que la ilusión se
reproduce de manera inversa dejando a todos contentos y frustrados.
El pan es también nuestra única moneda: entre los pocos minutos que
transcurren entre su distribución y su consumición, el Block resuena con
reclamaciones, peleas y fugas. Son los acreedores del día anterior que
quieren ser pagados en los breves instantes en que el deudor es
solvente. Después de lo cual se instala una relativa calma que muchos
aprovechan para volver a las letrinas a fumar medio cigarrillo, o al
lavabo para lavarse de verdad.
El lavabo es un sitio poco atractivo. Está mal iluminado, lleno de
corrientes de aire, y el piso de ladrillos está cubierto por una capa de
lodo; el agua no es potable, huele mal y muchas veces falta durante
mucho tiempo. Las paredes están decoradas por curiosos frescos
didascálicos: por ejemplo se ve al Häftling bueno, representado desnudo
hasta la cintura, en acto de enjabonarse el cráneo sonrosado y rapado, y
al Häftling malo, de nariz acusadamente semítica y colorido verdoso,
que, enfundado en su ropa llena de manchas y con el gorro puesto, mete
cautelosamente un dedo en el agua del lavabo. Debajo del primero está
escrito: So bist du rein (así te quedarás limpio), y debajo del segundo:
So gehst du ein (así te buscas la ruina); y más abajo, en un francés
dudoso pero en caracteres góticos: La propreté, c'est la santé.
En la red opuesta campea un enorme piojo blanco, rojo y negro, con la
frase: Eine Laus, dein Tod (un piojo es tu muerte), y el inspirado
dístico:
Nach dem Abort, vor dem Essen
Hände waschen, nicht vergessen
(después de la letrina, antes de comer, lávate las manos, no lo
olvides).
Durante semanas he considerado estas amonestaciones sobre la higiene
como puros rasgos de humor teutónico, en el estilo del diálogo sobre el
cinturón herniario con que se nos había recibido a nuestro ingreso en el
Lager. Pero después he comprendido que sus desconocidos autores, puede
que subconscientemente, no estaban lejos de algunas verdades
fundamentales. En este lugar, lavarse todos los días en el agua turbia
del inmundo lavabo es prácticamente inútil a fines de limpieza y de
salud; pero es importantísimo como síntoma de un resto de vitalidad, y
necesario como instrumento de supervivencia moral.
Tengo que confesarlo: después de una única semana en prisión noto que el
instinto de la limpieza ha desaparecido en mí. Voy dando vueltas
bamboleándome por los lavabos y aquí está Steinlauf, mi amigo de casi
cincuenta años, a torso desnudo, restregándose el cuello y la espalda
con escaso fruto (no tiene jabón) pero con extrema energía. Steinlauf me
ve y me saluda, y sin ambages me pregunta con severidad por qué no me
lavo. ¿Por qué voy a lavarme? ¿Voy a estar mejor de lo que estoy? ¿Voy a
gustarle más a alguien? ¿Voy a vivir un día, una hora más? Incluso
viviré menos, porque lavarse es un trabajo, un desperdicio de energía y
calor. ¿No sabe Steinlauf que después de media hora cargando sacos de
carbón habrá desaparecido cualquier diferencia entre él y yo? Cuanto más
lo pienso más me parece que lavarse la cara en nuestra situación es un
acto insulso, y hasta frívolo: una costumbre mecánica, o peor, una
lúgubre repetición de un rito extinguido. Vamos a morir todos, estamos a
punto de morir: si me sobran diez minutos entre diana y el trabajo
quiero dedicarlos a otra cosa, a encerrarme en mí mismo, a echar cuentas
o tal vez a mirar el reloj y a pensar que puede que lo esté viendo por
última vez; o también a dejarme vivir, a darme el lujo de un ocio
minúsculo.
Pero Steinlauf me hace callar. Ha terminado de lavarse, ahora se está
secando con la chaqueta de tela que antes tenía enroscada entre las
piernas y que luego va a ponerse, y sin interrumpir la operación me da
una lección en toda regla.
He olvidado hoy, y lo siento, sus palabras directas y claras, las
palabras del que fue el sargento Steinlauf del Ejército austro–húngaro,
cruz de hierro en la guerra de 1914–1918. Lo siento porque tendré que
traducir su italiano inseguro y su razonamiento sencillo de buen soldado
a mi lenguaje de incrédulo. Pero éste era el sentido, que no he olvidado
después ni olvidé entonces: que precisamente porque el Lager es una gran
máquina para convertirnos en animales, nosotros no debemos convertirnos
en animales; que aun en este sitio se puede sobrevivir, y por ello se
debe querer sobrevivir, para contarlo, para dar testimonio; y que para
vivir es importante esforzarse por salvar al menos el esqueleto, la
armazón, la forma de la civilización. Que somos esclavos, sin ningún
derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura,
pero que nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo
nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro
consentimiento. Debemos, por consiguiente, lavarnos la cara sin jabón,
en el agua sucia, y secarnos con la chaqueta. Debemos dar betún a los
zapatos no porque lo diga el reglamento sino por dignidad y por
limpieza. Debemos andar derechos, sin arrastrar los zuecos, no ya en
acatamiento de la disciplina prusiana sino para seguir vivos, para no
empezar a morir.
Estas cosas me dijo Steinlauf, hombre de buena voluntad: cosas extrañas
para mi oído desacostumbrado, entendidas y aceptadas sólo en parte, y
mitigadas por una doctrina más fácil, dúctil y blanda, la que hace
siglos que se respira más acá de los Alpes y según la cual, entre otras
cosas, no hay vanidad mayor que esforzarse en tragarse enteros los
sistemas morales elaborados por los demás, bajo otros cielos. No, la
prudencia y la virtud de Steinlauf, ciertamente buenas para él, no me
bastan. Frente a este complicado mundo inferior mis ideas están
confusas: ¿será realmente necesario establecer un sistema y practicarlo?
¿No será más saludable tomar conciencia de no tener sistema?
KA–BE
Todos los días se parecen y no es fácil contarlos. Hace no sé cuántos
días que vamos como un péndulo, en parejas, de la estación al almacén:
un centenar de metros de suelo en deshielo. Adelante bajo la carga,
hacia atrás con los brazos colgando a lo largo del cuerpo, sin hablar.
A nuestro alrededor todo nos es enemigo. Encima de nosotros se agrupan
las nubes malignas, para separarnos del sol; por todas partes nos oprime
la amenaza de las alambradas. Sus confines no los hemos visto nunca pero
sentimos, todo alrededor, la presencia maléfica del hilo erizado que nos
segrega del mundo... Y en los andamios, en los trenes en maniobra, en
las carreteras, en las excavaciones, en las oficinas, hombres y más
hombres, esclavos y amos, y amos que son esclavos de ellos mismos; el
miedo mueve a uno y el odio a los otros, toda otra fuerza calla. Todos
son aquí enemigos o rivales.
No, la verdad es que en mi compañero de hoy, bajo el yugo de mi misma
carga, no siento a un enemigo ni a un rival.
Es Null Achtzehn. No, se llama de otra manera, Cero Diez y Ocho, las
últimas tres cifras de su número de registro: como si todos se hubieran
dado cuenta de que sólo un hombre es digno de tener un nombre, y de que
Null Achtzehn no es ya un hombre. Creo que él mismo habrá olvidado su
nombre, la verdad es que se comporta como si así fuera. Cuando habla,
cuando mira, da la impresión de estar interiormente vacío, de no ser más
que un envoltorio, como esos despojos de insectos que se encuentran en
la orilla de los pantanos, pegados por un hilo a un guijarro, mientras
el viento los sacude.
Null Achtzehn es muy joven, lo que constituye un peligro grave. No sólo
porque los muchachos soportan peor que los adultos las fatigas y el
ayuno, sino porque aquí, para sobrevivir, se necesita sobre todo un
largo adiestramiento en la lucha de uno contra todos que los jóvenes
raramente tienen. Null Achtzehn no está ni siquiera especialmente
debilitado pero todos evitan trabajar con él. Todo le es indiferente
hasta tal punto que ha dejado de preocuparse por evitar el cansancio y
los golpes ni por buscar comida. Cumple todas las órdenes que recibe y
es de prever que, cuando lo envíen a la muerte, vaya con esta misma
indiferencia total.
No tiene la astucia elemental de los caballos de remolque, que dejan de
tirar un poco antes de llegar al agotamiento: sino que tira o lleva o
empuja hasta que las fuerzas se lo permiten, luego cede de plano, sin
una palabra de advertencia, sin levantar del suelo sus ojos tristes y
opacos. Me recuerda a los perros de los trineos en los libros de London,
que se fatigan hasta el último aliento y mueren en la pista.
Así, como todos nosotros buscamos por cualquier medio sustraernos al
cansancio, Null Achtzehn es el que trabaja más de todos. Por eso, y
porque es un compañero peligroso, nadie quiere trabajar con él; y como
por otra parte nadie quiere trabajar conmigo, porque soy débil y
desmañado, sucede con frecuencia que nos encontramos emparejados.
Mientras con las manos vacías volvemos una vez más arrastrando los pies
desde el almacén, una locomotora silba brevemente y nos corta el paso.
Contentos con la interrupción forzosa, Null Achtzehn y yo nos paramos:
encorvados y miserables esperamos a que los vagones hayan terminado de
pasarnos lentamente por delante.
... Deutsche Reichsbahn. Deutsche Reichsbahn. SNCF. Dos gigantescos
vagones rusos con la hoz y el martillo mal tachados. Deutsche
Reichsbahn. Luego, Caballo, 8 Hombres 40 Tara, Portata: un vagón
italiano. ... Saltar dentro, en una esquina, bien escondido bajo el
carbón, estarse quieto y callado, en la oscuridad, escuchando sin cesar
el ritmo de las ruedas, más fuerte que el hambre y que el cansancio;
hasta que en algún momento se parase el tren y sintieses el aire tibio y
el olor a heno, y pudieses salir al sol: entonces me echaría sobre la
tierra, para besar la tierra, como se lee en los libros: con la cara
entre la hierba. Y pasaría una mujer, y me preguntaría ¿quién eres? en
italiano, y yo se lo contaría en italiano, y me entendería y me daría de
comer y de beber y dónde dormir. Y no creería las cosas que yo le
contase, y yo le enseñaría el número que llevo en el brazo, y entonces
me creería.
... Se ha acabado. El último vagón ha pasado y, como al levantarse un
telón, está ante nosotros el montón de las piezas de hierro, el Kapo de
pie sobre el montón con un látigo en la mano, los compañeros que habían
desaparecido, en parejas que van y vienen.
Ay de quien sueña: el momento de conciencia que acompaña al despertar es
el sufrimiento más agudo. Pero no nos ocurre con frecuencia, y los
sueños no son largos: no somos más que bestias cansadas.
Otra vez estamos al pie del montón. Mischa y el Galiziano levantan una
pieza y nos la colocan de mala manera sobre los hombros. Su puesto es el
menos fatigoso, por ello derrochan celo para conservarlo: llaman a los
compañeros que se retrasan, incitan, exhortan, imponen al trabajo un
ritmo insostenible. Esto me llena de ira, aunque ya sepa que está dentro
del orden normal de las cosas que los privilegiados opriman a los no
privilegiados: es ésta la ley humana que rige toda la estructura social
del campo.
Esta vez me toca a mí ir delante. La pieza es pesada pero muy corta; por
lo que a cada paso siento detrás de mí los pies de Null Achtzehn que
tropiezan contra mis pies porque él no es capaz, o no se preocupa, de
adaptarse a mi paso.
Veinte pasos, hemos llegado a la vía, hay un cable que saltar. La carga
está mal puesta, algo está mal, tiende a resbalarse de los hombros.
Cincuenta pasos. Sesenta. La puerta del almacén; nos queda el doble de
camino y lo soltaremos. Basta, es imposible seguir, la carga me gravita
ya completamente sobre el brazo; no puedo soportar más tiempo el dolor
ni el cansancio, grito, intento darme vuelta: apenas con tiempo para ver
a Null Achtzehn tropezar y dejar caer todo.
Si hubiese tenido mi agilidad de antes habría podido dar un salto hacia
atrás, pero heme aquí en tierra, con todos los músculos contraídos, el
pie golpeado cogido con las manos, ciego de dolor. La arista de hierro
me ha cortado el dorso del pie izquierdo.
Durante
un minuto todo desaparece en el vértice del sufrimiento. Cuando puedo
mirar a mi alrededor, Null Achtzehn está todavía allí de pie, no se ha
movido, con las manos metidas en las mangas, sin decir palabra, me mira
sin expresión. Llegan Mischa y el Galiziano, hablan entre ellos en
yiddish, me dan no sé qué consejos. Llegan Templer y David y todos los
demás: se aprovechan del suceso para suspender el trabajo. Llega el
Kapo, distribuye patadas, puñetazos e improperios, los compañeros se
desperdigan como avena al viento; Null Achtzehn se lleva una mano a la
nariz y se la mira sin reaccionar hinchada de sangre. A mí me tocan sólo
dos bofetadas del Kapo, de las que no hacen daño porque aturden.
El incidente ha terminado, constato que, bien o mal, puedo sostenerme en
pie, el hueso no debe haberse roto. No me atrevo a quitarme el zapato
por miedo a despertar el dolor, y también porque sé que el pie se va a
hinchar y no podré volver a ponérmelo.
El Kapo me manda sustituir al Galiziano en el montón y éste, mirándome
torvamente, va a su puesto al lado de Null Achtzehn; pero ahora ya están
pasando los prisioneros ingleses, ya pronto será hora de volver al
campo.
Durante la marcha hago todo lo que puedo por andar de prisa, pero no
puedo sostener el paso; el Kapo designa a Null Achtzehn y a Finder para
que me sostengan hasta que pasemos ante los SS y, por fin (por fortuna
esta noche no se pasa lista), estoy en el barracón y puedo arrojarme
sobre la litera y respirar.
Puede que sea el calor, puede que el cansancio de la marcha, pero el
dolor ha vuelto, junto con una extraña sensación de humedad en el pie
herido. Me quito el zapato: está lleno de sangre, ahora restañada y
mezclada con el fango y con los hilos del trozo de tela que encontré
hace un mes y que uso como plantilla, un día en el izquierdo y otro en
el derecho.
Esta noche, inmediatamente después de la sopa, iré al Ka–Be.
Ka–Be es la abreviatura de Krankenbau, la enfermería. Son ocho
barracones, en todo semejantes a los demás del campo, pero separados por
una alambrada. Permanentemente hay en ellos una décima parte de la
población del campo, pero son pocos los que están allí más de dos
semanas y nadie más de dos meses: dentro de estos límites tenemos que
morirnos o curarnos. Quien tiende a curarse, en Ka–Be se cura; quien
tiende a agravarse, de Ka–Be lo mandan a la cámara de gas.
Y eso porque, por fortuna, nosotros entramos en la categoría de los
"judíos económicamente útiles".
En el Ka–Be no había estado nunca, y tampoco en el Ambulatorio, y todo
aquí es nuevo para uní. Hay dos Ambulatorios, el Médico y el Quirúrgico.
Ante la puerta, en medio del viento y de la noche, hay dos largas filas
de sombras. Hay quien sólo necesita un vendaje o algunas pastillas, los
demás necesitan un reconocimiento; algunos llevan la muerte en la cara.
Los primeros de las dos filas están ya descalzos y dispuestos a entrar;
los demás, a medida que se aproxima su turno se las arreglan para, en
medio de aquella multitud, soltarse las ataduras provisionales y los
hilos de alambre de los zapatos y para desenrollar, sin romperlos, los
preciosos trapos que les protegen los pies; no demasiado pronto, para no
quedarse sin necesidad descalzos en el fango; no demasiado tarde para no
perder su turno: porque entrar en el Ka–Be con los zapatos puestos está
estrictamente prohibido. Quien hace cumplir la prohibición es un
gigantesco Häftling francés que vive en la garita que hay entre los dos
ambulatorios. Es uno de los pocos funcionarios franceses del campo: y no
creáis que pasar la jornada entre los zapatos desgarrados y llenos de
barro es un privilegio pequeño. No hay más que pensar en todos los que
entran en Ka–Be con zapatos y ya no los necesitan para salir...
Cuando me llega mi turno, logro soltarme milagrosamente los zapatos y
los trapos sin perder ni unos ni otros, sin dejarme robar la escudilla
ni los guantes y teniendo el gorro bien apretado entre las manos porque
por ningún motivo puede llevarse puesto al entrar en los barracones.
Dejo los zapatos en el depósito y me dan el recibo, después de lo cual,
descalzo y cojeando, las manos ocupadas con todas mis pobres posesiones
que no puedo dejar en ninguna parte, me admiten dentro y me pongo a
hacer otra cola que llega hasta la sala de visitas.
En esta cola uno se va desnudando progresivamente y, cuando se llega al
frente ya hay que estar desnudo porque un enfermero le mete el
termómetro a uno debajo del sobaco; si alguien está vestido pierde su
turno y tiene que ponerse de nuevo en la cola. Todos tienen que ponerse
el termómetro, aunque lo que tengan sea sarna o dolor de muelas.
De esta manera se está seguro de que quien no esté realmente enfermo no
va a someterse por capricho a este complicado ritual.
Por fin me llega el turno: soy admitido ante el médico, el enfermero me
quita el termómetro y anuncia:
–Número 174517, no tiene fiebre.
Yo no necesito un reconocimiento a fondo: inmediatamente me declaran
Arztvormelder, no sé lo que quiere decir pero éste no es sitio de pedir
explicaciones. Me expulsan de allí, recupero los zapatos y vuelvo al
barracón.
Jaim se alegra conmigo: tengo una buena herida, no es peligrosa y me
garantiza un discreto período de descanso. Pasaré la noche en el
barracón con los demás, pero mañana por la mañana, en lugar de ir al
trabajo tengo que ir al médico para el reconocimiento definitivo: esto
es lo que quiere decir Arztvormelder. Jaim es experto en estas cosas y
piensa que probablemente mañana me ingresarán en el Ka–Be. Jaim es mi
compañero de cama, y tengo en él una fe ciega. Es un polaco, un hebreo
piadoso, estudioso de la Ley. Tiene poco más o menos mi edad, es
relojero, y aquí en la Buna trabaja como mecánico de precisión; está,
por ello, entre los pocos que conservan la dignidad y la seguridad en sí
que nacen de ejercer un oficio para el cual se está preparado.
Ha sido así. Después de diana y del pan me han llamado con otros tres de
mi barracón. Nos han llevado a una esquina de la plaza de la Lista,
donde estaban, en una larga cola, todos los Arztvormelder de hoy; ha
venido un tipo y me ha quitado la escudilla, la cuchara, el gorro y las
manoplas. Los demás se han echado a reír, ¿no sabía que tenía que
esconderlos o habérselos confiado a alguien, o mejor, venderlos, y que
al Ka–Be no pueden llevarse? Después miran mi número y sacuden la
cabeza: de quien tiene número tan alto puede esperarse cualquier
tontería.
Luego nos han contado, nos han hecho desnudarnos afuera, al frío, nos
han quitado los zapatos, nos han vuelto a contar, nos han afeitado la
barba y el pelo y el vello, han vuelto a contarnos y nos han hecho
ducharnos; después ha venido un SS, nos ha mirado desinteresadamente, se
ha parado delante de uno que tenía un hidrocele muy abultado y lo hace
ponerse a un lado. Después de lo cual han vuelto a contarnos y nos han
llevado a darnos otra ducha por más que estuviésemos todavía empapados
de la primera y algunos temblasen de fiebre.
Ahora estamos preparados para el reconocimiento definitivo. Del otro
lado de la ventana se ve el cielo blanco, y a veces el sol; en este país
se lo puede mirar de frente, a través de las nubes como a través de un
vidrio ahumado. A juzgar por su posición deben de ser las catorce
pasadas: adiós potaje, y estamos en pie desde las seis y desnudos desde
las diez.
Este segundo reconocimiento médico es también extraordinariamente
rápido: el médico (lleva el traje a rayas igual que nosotros pero con
una blusa por encima blanca, y el número cosido en la blusa, y está
mucho más gordo que nosotros) mira y palpa mi pie hinchado y
sanguinolento, con lo que grito de dolor, y luego dice:
–Aufgenommen Block 23.
Me quedo con la boca abierta, en espera de cualquier otra indicación,
pero alguien me empuja brutalmente hacia atrás, me arroja una capa sobre
los hombros desnudos, me tiende unos zapatos y me echa al aire libre.
A un centenar de metros está el Block 23; encima está escrito
schonungsblock: ¿qué querrá decir? Dentro, me quitan la capa y las
sandalias y una vez más me encuentro desnudo y el último en una cola de
esqueletos desnudos: los hospitalizados de hoy.
Hace tiempo que he dejado de intentar entender. Por lo que me toca estoy
tan cansado de mantenerme sobre el pie herido que todavía no me han
curado, tan hambriento y muerto de frío que nada me interesa ya. Éste
puede ser muy bien el último día de mi vida, y esta sala la cámara de
gas de que todos hablan, ¿qué puedo hacer? Lo mejor es apoyarme en la
pared, cerrar los ojos y esperar.
Mi vecino no debe de ser judío. No está circundado, y además (ésta es
una de las pocas cosas que he aprendido hasta ahora) una piel tan
blanca, una cara y un cuerpo tan macizos son característicos de los
polacos no judíos. Me lleva una cabeza, pero tiene una fisonomía
bastante cordial, como sólo la tienen quienes no pasan hambre.
He intentado preguntarle si sabe cuándo nos dirán que entremos. Se ha
vuelto hacia el enfermero, que se le parece como un hermano gemelo y
está fumando en un rincón; se han puesto a hablar y a reírse sin
contestarme, como si yo no existiese: luego uno de ellos me cogió el
brazo y miró el número, y se rieron más fuerte. Todos saben que los
ciento setenta y cuatro mil son los judíos italianos, llegados hace dos
meses, todos abogados, médicos, eran más de cien y ya no son más que
cuarenta, son los que no saben trabajar y se dejan robar el pan y
reciben bofetadas de la mañana a la noche, los alemanes los llaman zwei
linke Hände (dos manos izquierdas), y hasta los judíos polacos los
desprecian porque no saben hablar yiddish.
El enfermero señala al otro mis costillas, como si fuese un cadáver en
una sala anatómica; le indica mis párpados y mejillas hinchadas y mi
cuello delgado, se curva y me aprieta con el índice sobre la tibia y
hace observar al otro la profunda depresión que me deja el dedo en la
carne, pálida como la cera.
Quisiera no haberle dicho nunca nada al polaco: me parece que nunca, en
toda mi vida, he sufrido una afrenta más atroz que ésta. El enfermero,
mientras tanto, parece que ha terminado su demostración en su lengua,
que no entiendo y que me suena terrible; se vuelve a mí y, en un
cuasialemán, caritativamente, me hace un resumen:
–Du Jude kapput. Du schnell Krematorium fertig (tú, judío, ya estás
listo, en seguida al crematorio).
Han pasado unas cuantas horas antes de que todos los ingresados fuésemos
agarrados con violencia, recibiésemos la camisa y se recogiese nuestra
ficha. Como de costumbre, yo he sido el último; un tipo de traje a rayas
nuevo y flamante me pregunta dónde he nacido, qué oficio tenía "de
paisano", si tenía hijos, qué enfermedades he tenido, un montón de
preguntas que para qué pueden servir, es una puesta en escena complicada
para reírse de nosotros. ¿Será así el hospital? Nos tienen de pie y nos
hacen preguntas.
Por fin se ha abierto la puerta también para mí y he podido entrar en el
dormitorio.
Aquí, igual que en todas partes, las literas de tres pisos, en tres
filas a lo largo de todo el barracón, separadas por dos pasillos
estrechísimos. Las literas son ciento cincuenta, los enfermos unos
doscientos cincuenta: por consiguiente, dos en casi todas las literas.
Los enfermos de las literas superiores, aplastados contra el techo, no
pueden apenas sentarse; se asoman curiosos a ver a los que llegamos hoy,
es el momento más interesante de la jornada, siempre se encuentra a
algún conocido. A mí me asignan a la litera 10; ¡milagro: está vacía! Me
estiro con delicia, es la primera vez, desde que estoy en el campo, que
tengo una litera para mí solo. A pesar del hambre me quedo dormido antes
de diez minutos.
La vida del Ka–Be es de limbo. Las incomodidades materiales son
relativamente pocas aparte del hambre y de los dolores propios de la
enfermedad. No hace frío, no se trabaja y, de no cometer alguna falta
grave, no pegan.
El toque de diana es a las cuatro, también para los enfermos; hay que
hacer la cama y lavarse pero no hay mucha prisa ni mucho rigor. A las
cinco y media reparten el pan, y se lo puede cortar cómodamente en
rebanadas finas, y comerlo echado con toda calma; luego, uno se puede
volver a dormir hasta que llegue el reparto del caldo de mediodía. Hasta
las cuatro de la tarde es Mittagsruhe, el reposo del mediodía, la
siesta, a esta hora es generalmente la visita del médico y las curas,
hay que bajarse de las literas, quitarse la camisa y ponerse en fila
delante del médico. También el rancho vespertino se distribuye por las
camas; después de lo cual, a las nueve, se apagan todas las luces menos
la lamparilla velada del vigilante nocturno, y se hace el silencio.
... Y por primera vez desde que estoy en el campo el toque de diana me
coge en un sueño profundo, y el despertar es un retorno de la nada.
Cuando llega la distribución del pan, se oye lejana, más allá de las
ventanas, en el aire oscuro, la banda que empieza a tocar: son nuestros
compañeros sanos que salen al trabajo en formación.
Desde el Ka–Be no se oye bien la música: llega asiduo y monótono el
martilleo del bombo y de los platillos, pero sobre su trama las frases
musicales se dibujan tan sólo a intervalos, a capricho del viento.
Nosotros nos miramos unos a otros desde las camas, porque todos sentimos
que esta música es infernal.
Los motivos son pocos, una docena, cada día los mismos, mañana y tarde:
marchas y canciones populares que les gustan a todos los alemanes. Están
grabadas en nuestras mentes, serán lo último del Lager que olvidemos:
son la voz del Lager, la expresión sensible de su locura geométrica, de
la decisión ajena de anularnos primero como hombres para después
matarnos lentamente.
Cuando suena esta música sabemos que nuestros compañeros, afuera en la
niebla, salen en formación, como autómatas; tienen las almas muertas y
la música los empuja, como el viento a las hojas secas, y es un
sustituto de su voluntad. La voluntad ya no existe: cada latido se
convierte en un paso, en una contracción refleja de los músculos
deshechos. Los alemanes lo han conseguido. Son diez mil y son sólo una
máquina gris: están determinados exactamente; no piensan y no quieren,
andan.
Al desfile de salida y de entrada los SS no faltan nunca. ¿Qué podría
negarles el derecho de asistir a esta coreografía montada por ellos
mismos, a la danza de los hombres extintos, escuadra tras escuadra, en
camino desde la niebla hacia la niebla? ¿Qué mejor prueba de su
victoria?
También los del Ka–Be conocen este ir y volver del trabajo, la hipnosis
del ritmo interminable que mata el pensamiento y calma el dolor; lo han
experimentado y volverán a experimentarlo. Pero es preciso salir del
encantamiento, oír la música fuera como ocurría en el Ka–Be o como la
recordamos ahora, luego de la liberación y el renacimiento, sin
obedecerla, sin sufrirla, para comprender lo que era; para comprender
por qué calculada razón los alemanes habían creado este mito monstruoso
y por qué, todavía hoy, cuando la memoria nos restituye alguna de
aquellas inocentes canciones, se nos hiela la sangre en las venas y nos
damos cuenta de que haber vuelto de Auschwitz no ha sido suerte pequeña.
Tengo dos vecinos de litera. Yacen todo el día y toda la noche flanco
contra flanco, piel contra piel, cruzados como los peces del zodíaco, de
manera que los pies de cada uno están a la altura de la cabeza del otro.
Uno es Walter Bonn, un holandés educado y bastante culto. Ve que no
tengo nada para cortar el pan, me presta su cuchillo, después me ofrece
vendérmelo por media ración de pan. Yo le discuto el precio y luego
renuncio, pienso que aquí en Ka–Be siempre encontraré a alguien que me
preste uno, y afuera cuestan sólo un tercio de ración. No por ello
Walter es menos cortés y, a mediodía, comido su potaje, limpia con los
labios la cuchara (lo que es una buena costumbre antes de prestarla,
para limpiarla y para no desperdiciar las manchas de potaje que se le
pegan) y me la ofrece espontáneamente.
–¿Qué enfermedad tienes, Walter?
–Körperschawäche (consunción orgánica).
Es la peor enfermedad: no puede curarse, y es muy peligroso entrar en
Ka–Be con este diagnóstico. Si no hubiera sido por el edema en los
tobillos (y me lo enseña) que no le deja ir a trabajar se hubiera
guardado mucho de venir a la consulta. Sobre este tipo de peligros yo
tengo todavía unas ideas bastante confusas. Todo el mundo habla de ello
indirectamente, con alusiones, y cuando hago ciertas preguntas me miran
y callan.
¿Es verdad, entonces, lo que he oído decir de la selección, del gas, del
crematorio?
Crematorio. El otro, el vecino de Walter se despierta sobresaltado, se
endereza: ¿quién está hablando del crematorio? ¿Qué es lo que pasa? ¿No
se puede dejar tranquilos a los que están durmiendo? Es un judío polaco,
albino, de cara descarnada y bonachona, ya mayor. Se llama Schmulek, es
herrero. Walter lo mira un momento.
¿Así es que der Italyener no cree en las selecciones? Schmulek querría
hablar alemán pero habla yiddish; lo entiendo difícilmente, y sólo
porque quiere hacerse entender. Hace callar a Walter con un signo, él me
convencerá:
–Enséñame tu número: tú eres el 174517. Esta numeración ha empezado hace
dieciocho meses y sirve para Auschwitz y para los campos que dependen de
él. Ahora somos diez mil en Buna–Monowitz; puede que treinta mil entre
Auschwitz y Birkenau. Wo sind die Andere? (¿dónde están los demás?).
–¿Los habrán transferido a otros campos?... –le propongo.
Schmulek menea la cabeza, se vuelve a Walter:
–Er will nix verstayen (no quiere entender).
Pero sería el destino quien me habría de hacer entender en seguida, y a
costa del propio Schmulek. Por la noche se abrió la puerta del barracón,
una voz gritó:
–Achtung –y se calló cualquier rumor y se sintió un silencio de plomo.
Entraron dos SS (uno de los dos con muchos galones, ¿puede que sea un
oficial?), resonaban en el barracón sus pasos como si estuviese vacío;
hablaron con el médico en jefe, que les enseñó un registro, señalando
acá y allá. El oficial tomó nota en una libreta. Schmulek me dio en una
rodilla:
–Pass'auf pass'auf (fíjate bien).
El oficial seguido por el médico, da vueltas, en silencio y con
despreocupación, entre las literas; lleva en la mano una fusta, levanta
con ella un pico de manta que cuelga de una litera alta, el enfermo se
precipita a remeterla. El oficial pasa más adelante. Hay uno de cara
amarilla; el oficial le arranca la manta, él se estremece, el oficial le
palpa el vientre:
–Gut, gut –luego pasa más adelante.
Le ha echado la vista encima a Schmulek; saca la libreta, compara el
número de la libreta con el número del tatuaje. Yo sigo todo, desde
arriba: hace una cruz junto al número de Schmulek. Luego sigue más
adelante.
Yo miro ahora a Schmulek, y detrás de él veo los ojos de Walter, y no
hago ninguna pregunta. Al día siguiente, en lugar del grupo acostumbrado
de curados, han salido dos grupos distintos. A los primeros los han
afeitado y rapado y se han duchado. Los segundos han salido como
estaban, con la barba larga, sin que se les haya renovado la medicación,
sin haberse duchado. Nadie ha despedido a estos últimos, nadie les ha
dado recados para los compañeros sanos.
Entre los últimos estaba Schmulek.
De esta manera discreta y ordenada, sin aparato y sin cólera, por el
barracón del Ka–Be se pasea todos los días la catástrofe, y le toca a
éste o a aquél. Al irse Schmulek me dejó la cuchara y el cuchillo,
Walter y yo hemos evitado mirarnos y nos hemos quedado en silencio
durante mucho tiempo. Luego, Walter me pregunta que cómo puedo conservar
tanto tiempo mi ración de pan, y me explica que él de costumbre corta la
suya a lo largo para tener rajas más anchas sobre las que extender la
margarina con más facilidad.
Walter me explica muchas cosas: Schonungsblock quiere decir barracón de
reposo, aquí sólo hay enfermos leves, o convalecientes, o los que no
necesitan curas. Entre éstos, por lo menos una cincuentena de
disentéricos más o menos graves.
A éstos los reconocen cada tres días. Se ponen en fila en el pasillo, a
un extremo hay dos orinales de latón y el enfermero con un registro, un
reloj y un lapicero. De dos en dos los enfermos se adelantan y tienen
que probar, en el acto y rápidamente, que su diarrea continúa; para ello
se les concede un minuto después del cual enseñan al enfermero el
resultado, y éste lo observa y lo juzga; lavan rápidamente los orinales
en una tina que está al lado y vienen los dos siguientes.
Entre los que esperan algunos se retuercen en los espasmos por conservar
el precioso testimonio durante todavía veinte, todavía diez minutos más;
otros, privados de recursos en aquel momento, tensan las venas y los
músculos en el esfuerzo contrario. El enfermero asiste impasible,
mordisqueando el lapicero, echando una mirada al reloj, otra mirada a
las muestras que le presentan una detrás de otra. En los casos dudosos
se va con el orinal para consultar al médico.
... He tenido una visita: Piero Sonnino, el romano.
–¿Has visto cómo me las he arreglado?
Piero tiene una enteritis bastante ligera, está aquí hace veinte días y
se siente bien, descansa y engorda, se ríe de las selecciones y está
decidido a estar en el Ka–Be hasta que termine el invierno, pase lo que
pase. Su método consiste en hacer cola detrás de cualquiera de los
disentéricos verdaderos que le ofrezca garantía de éxito; cuando le toca
a él el turno le pide su colaboración (que le pagará con sopa o pan) y
si éste está de acuerdo y el enfermero se distrae un momento le cambia
el orinal entre la multitud, y hecho. Piero sabe a lo que se expone,
aunque hasta ahora le ha salido bien.
Pero la vida del Ka–Be no es esto. No son los instantes cruciales de las
selecciones, no son los episodios grotescos de las revisiones de la
diarrea y de los piojos, ni siquiera son las enfermedades.
El Ka–Be es el Lager sin las incomodidades materiales. Por eso, al que
todavía le queda un germen de conciencia, allí la recupera; porque
durante las larguísimas jornadas ya vacías se habla de otra cosa que de
hambre y de trabajo, y llegamos a reflexionar en qué hemos sido
convertidos, cuánto nos han quitado, qué es esta vida. En este Ka–Be,
paréntesis de relativa paz, hemos aprendido que nuestra personalidad es
frágil, que está mucho más en peligro que nuestra vida; y que los sabios
antiguos, en lugar de advertirnos "acordáos de que tenéis que morir"
mejor habrían hecho en recordarnos este peligro mayor que nos amenaza.
Si desde el interior del campo algún mensaje hubiese podido dirigirse a
los hombres libres, habría sido éste: no hagáis nunca lo que nos están
haciendo aquí.
Cuando se está trabajando se sufre y no queda tiempo de pensar: nuestros
hogares son menos que un recuerdo. Pero aquí tenemos todo el tiempo para
nosotros: de litera a litera, a pesar de la prohibición, nos visitamos,
y hablamos y hablamos. El barracón de madera, cargado de humanidad
doliente, está lleno de palabras, de recuerdos y de otro dolor. Heimweh
se llama en alemán este dolor, es una bella palabra y quiere decir
"dolor de hogar".
Sabemos de dónde venimos: los recuerdos del mundo exterior pueblan
nuestros sueños y nuestra vigilia, nos damos cuenta con estupor de que
no hemos olvidado nada, cada recuerdo evocado surge ante nosotros
dolorosamente nítido.
Pero adónde vamos no lo sabemos. Tal vez podamos sobrevivir a las
enfermedades y escapar a las selecciones, tal vez hasta resistir el
trabajo y el hambre que nos consumen: ¿y luego? Aquí, alejados
momentáneamente de los insultos y de los golpes, podemos volver a entrar
en nosotros mismos y meditar, y entonces se ve claro que no volveremos.
Hemos viajado hasta aquí en vagones sellados; hemos visto partir hacia
la nada a nuestras mujeres y a nuestros hijos; convertidos en esclavos
hemos desfilado cien veces ida y vuelta al trabajo mudo, extinguida el
alma antes de la muerte anónima. No volveremos. Nadie puede salir de
aquí para llevar al mundo, junto con la señal impresa en su carne, las
malas noticias de cuanto en Auschwitz ha sido el hombre capaz de hacer
con el hombre.
NUESTRAS NOCHES
Después de veinte días de Ka–Be, como la herida se me había
prácticamente cicatrizado, con gran disgusto mío me mandaron fuera.
La ceremonia es sencilla, pero lleva consigo un período de readaptación
doloroso y peligroso. A quien a la salida del Ka–Be no cuenta con ayudas
especiales no lo devuelven a su Block y a su Kommando anterior sino que
es asignado, según criterios que yo desconocía, a cualquier otro
barracón y encargado de cualquier otro tipo de trabajo. Además, del
Ka–Be se sale desnudo; dan vestidos y zapatos "nuevos" (quiero decir, no
los que se han dejado a la entrada), con los que hay que luchar con
rapidez y diligencia para adaptarlos a uno mismo, lo que supone fatigas
y gastos.
Hay que buscarse otra vez una cuchara y un cuchillo; y sobre todo, y
ésta es la circunstancia más grave, se encuentra uno como un intruso en
un ambiente desconocido, entre compañeros nunca vistos y hostiles, con
jefes cuyo carácter no se conoce y de quienes por consiguiente es
difícil defenderse.
La facultad humana de hacerse un hueco, de segregar una corteza, de
levantarse alrededor de una frágil barrera defensiva, aun en
circunstancias que parecen desesperadas, es asombrosa, y merecería un
estudio detenido. Se trata de un precioso trabajo de adaptación, en
parte pasivo e inconsciente y en parte activo: de clavar un clavo sobre
la litera para colgar los zapatos por la noche; de establecer pactos
tácitos de no agresión con los vecinos; de intuir y aceptar las
costumbres y las leyes de aquel determinado Kommando y de aquel
determinado Block. En virtud de este trabajo, después de algunas
semanas, se consigue llegar a cierto equilibrio, a cierto grado de
seguridad frente a los imprevistos; uno se ha hecho un nido, el trauma
del trasvase ha sido superado.
Mas el hombre que sale del Ka–Be, desnudo y casi siempre
insuficientemente restablecido, se siente
proyectado
en la oscuridad y en el vacío del espacio sideral. Los pantalones se le
caen, los zapatos le hacen daño, la camisa no tiene botones. Busca un
contacto humano y no encuentra más que espaldas vueltas. Es inerme y
vulnerable como un recién nacido, pero a la mañana siguiente tendrá que
ir a trabajar.
En estas condiciones me encuentro yo cuando el enfermero, después de los
distintos ritos administrativos de rigor, me confía a los cuidados del
Blockältester del Block 45. Pero repentinamente un pensamiento me llena
de alegría: ¡he tenido suerte, éste es el Block de Alberto!
Alberto es mi mejor amigo. Sólo tiene veintidós años, dos menos que yo,
pero ninguno de los italianos ha demostrado una capacidad de adaptación
semejante a la suya. Alberto entró en el Lager con la cabeza alta, y
vive en el Lager ileso e incorrupto. Ha entendido antes que nada que
esta vida es una guerra; no se ha concedido ninguna indulgencia, no ha
perdido el tiempo en recriminaciones o quejas de sí mismo ni de los
demás, sino que desde el primer día ha bajado al campo de batalla. Lo
sostienen su inteligencia y su instinto: razona con justeza, con
frecuencia no razona y también está en lo justo. Entiende todo al vuelo:
sólo sabe un poco de francés, y entiende todo lo que dicen los alemanes
y los polacos. Contesta en italiano y con gestos, se hace entender y en
seguida resulta simpático. Lucha por su vida y, sin embargo, es amigo de
todos. "Sabe" a quién necesita corromper, a quién necesita evitar, de
quién se puede compadecer y a quién debe resistir.
Y sin embargo (y por esta casualidad suya todavía hoy su recuerdo es
para mí querido y cercano), no se ha convertido en una persona triste.
Siempre vi, y todavía veo en él, la rara figura del hombre fuerte y
apacible contra quien se rompen las armas de la noche.
Pero no he conseguido compartir la litera con él, y ni siquiera Alberto
lo ha conseguido, aunque en el Block 45 goce ya de cierta popularidad.
Es una lástima, porque tener un compañero de cama de quien fiarse, o al
menos con quien uno pueda entenderse, es una ventaja inestimable; y
además, estamos en invierno y las noches son largas, y puesto que
estamos obligados a intercambiar nuestro sudor, nuestro olor y nuestro
calor con alguien, bajo la misma manta y en setenta centímetros de
anchura, es muy deseable que se trate de un amigo.
En invierno, las noches son largas, y se nos concede para el sueño un
intervalo de tiempo considerable.
Poco a poco se apaga el barullo del Block; hace más de una hora que se
ha terminado el reparto del rancho vespertino, y sólo algún obstinado
continúa raspando el fondo ya brillante de la escudilla, dándole vueltas
minuciosamente bajo la lámpara, con el entrecejo fruncido por la
atención. El ingeniero Kardos da vueltas por las literas curando los
pies heridos y los callos supurantes, éste es su negocio; no hay quien
no renuncie de buena gana a una rebanada de pan para que le alivien el
tormento de las enconadas heridas que sangran a cada paso durante todo
el día, y de esta manera, honradamente, el ingeniero Kardos ha resuelto
el problema de su subsistencia.
Por la portezuela de atrás, a escondidas y mirando alrededor con
cautela, ha entrado el coplero. Se sienta en la litera de Wachsmann y en
seguida reúne en torno una pequeña multitud atenta y silenciosa. Canta
una interminable rapsodia en yiddish, siempre la misma, en cuartetas
rimadas, de una melancolía resignada y penetrante (¿o tal vez es así
como la recuerdo porque la oí entonces y en aquel sitio?); por las pocas
palabras que entiendo, debe de ser una canción que ha compuesto él mismo
en la que ha encerrado toda la vida del Lager con sus particularidades
más pequeñas. Algunos se sienten generosos y remuneran al coplero con un
pellizco de tabaco o una hebra de hilo; otros lo escuchan absortos, pero
no le dan nada.
Suena de nuevo inesperadamente la llamada para la última función de la
jornada: Wer hat kaputt die Schuhe?, (¿quién tiene rotos los zapatos?),
y se desencadena súbitamente el fragor de los cuarenta o cincuenta
pretendientes al cambio, que se precipitan hacia el Tagesraum con furia
desesperada, sabiendo que, en la mejor de las hipótesis, sólo los diez
primeros podrán ser satisfechos.
Después viene la calma. La luz se apaga una primera vez, durante pocos
segundos, para avisara los sastres que deben guardar sus preciosísimos
aguja e hilo; luego suena lejana la campana, y entonces llega la guardia
de noche y todas las luces se apagan definitivamente. No nos queda más
que desnudarnos y acostarnos.
No sé quién es mi vecino.
Ni siquiera estoy seguro de que sea siempre el mismo porque no le he
visto la cara más que unos segundos en el tumulto de la diana, de manera
que mucho mejor que la cara le conozco la espalda y los pies. No trabaja
en mi Kommando y viene a la litera sólo en el momento del toque de
silencio; se envuelve en la manta, me echa a un lado con un golpe de las
caderas huesudas, me vuelve la espalda y en seguida se pone a roncar.
Con mi espalda contra la suya, me esfuerzo por conquistar una superficie
razonable de jergón; ejerzo con los riñones una presión progresiva
contra los suyos, luego me doy vuelta y pruebo a empujarle con las
rodillas, lo cojo por los tobillos y trato de colocarlo un poco más allá
de manera que no tenga sus pies pegados a la cara: pero es inútil, es
mucho más pesado que yo y parece petrificado por el sueño.
Entonces me adapto a estar así, obligado a la inmovilidad, medio echado
sobre el travesaño de madera. Estoy tan cansado y atontado que no tardo
en dormirme yo también, y me parece que estoy durmiendo sobre los raíles
del tren.
El tren va a llegar: se oye el jadeo de la locomotora, que es mi vecino.
Todavía no estoy tan dormido como para no darme cuenta de la doble
naturaleza de la locomotora. Se trata precisamente de esa locomotora que
remolcaba hoy hasta la Buna los vagones que hemos tenido que descargar:
la reconozco también ahora, como cuando ha pasado junto a nosotros, se
siente el calor que irradia su flanco negro. Sopla, está cada vez más
cerca, y siempre a punto de echárseme encima y, sin embargo, nunca
llega. Mi sueño es muy ligero, es un velo, si quiero, lo rasgo. Voy a
hacerlo, quiero rasgarlo, así podré quitarme de la vía. ¡Ya está!, como
quería, estoy despierto: pero no realmente despierto, sólo un poco más,
en la grada superior de la escala entre el subconsciente y la
conciencia. Tengo los ojos cerrados, y no quiero abrirlos para no dejar
irse al sueño, pero puedo percibir los ruidos: ese silbido lejano estoy
seguro de que es real, no viene de la locomotora soñada, ha sonado
objetivamente: es el silbido de la Decauville, viene de la cantera donde
se trabaja también de noche. Una larga nota firme, después otra un
semitono más baja, luego otra vez la primera, pero corta y truncada.
Este silbido es algo importante: lo hemos oído tantas veces, lo hemos
asociado tantas con el sufrimiento del trabajo y del campo, que se ha
convertido en su símbolo y evoca directamente sus imágenes, como ocurre
con algunas músicas y algunos olores.
Aquí está mi hermana, y algún amigo mío indeterminado, y mucha más
gente. Todos están escuchándome y yo les estoy contando precisamente
esto: el silbido de las tres de la madrugada, la cama dura, mi vecino, a
quien querría empujar, pero a quien tengo miedo de despertar porque es
más fuerte que yo. Les hablo también prolijamente de nuestra hambre, y
de la revisión de los piojos, y del Kapo que me ha dado un golpe en la
nariz y luego me ha mandado a lavarme porque sangraba. Es un placer
intenso, físico, inexpresable, el de estar en mi casa, entre personas
amigas, tener tantas cosas que contar: pero no puedo dejar de darme
cuenta de que mis oyentes no me siguen. O más bien, se muestran
completamente indiferentes: hablan confusamente entre sí de otras cosas,
como si yo no estuviese allí. Mi hermana me mira. Se pone de pie y se va
sin decir palabra.
Entonces nace en mí un dolor desolado, como ciertos dolores que apenas
se recuerdan de los primeros años de la infancia: es el dolor en su
estado puro, sin templar por el sentimiento de la realidad ni por la
intrusión de circunstancias extrañas, semejantes, a aquellos por los que
los niños lloran; y es mejor que vuelva a salir a la superficie, pero
esta vez abro los ojos deliberadamente, para tener frente a mí la
garantía de estar efectivamente despierto.
Tengo el sueño delante, caliente todavía, y yo, aunque despierto, estoy
todavía lleno de su angustia: y entonces me doy cuenta de que no es un
sueño cualquiera, sino de que desde que estoy aquí lo he soñado no una
vez, sino muchas, con pocas variantes de ambiente y de detalle. Ahora
estoy enteramente lúcido, y me acuerdo de que ya se lo he contado a
Alberto y de que él me ha confiado, para mi asombro, que también lo
sueña él, y que es el sueño de otros muchos, tal vez de todos. ¿Por qué
pasa esto? ¿Por qué el dolor de cada día se traduce en nuestros sueños
tan constantemente en la escena repetida de la narración que se hace y
nadie escucha?
... Mientras medito así, intento aprovechar el intervalo de vigilia para
sacudirme los jirones de angustia del sopor precedente, para no
comprometer la cualidad del sueño venidero. Me siento encogido en la
oscuridad, miro alrededor y aguzo el oído.
Se oye respirar y roncar a los que duermen, a alguno que gime y habla.
Muchos chasquean los labios y baten las mandíbulas. Sueñan que están
comiendo: éste es también un sueño colectivo. Es un sueño despiadado,
quien inventó el mito de Tántalo debía de conocerlo. No sólo se ven los
alimentos, sino que se sienten en la mano distintos y concretos, se
percibe su olor rico y violento; hay quien se los lleva a los labios,
pero alguna circunstancia, diferente cada vez, hace que el acto no
llegue a cumplirse. Entonces desaparece el sueño y se rompen sus
elementos, pero luego se rehace, y empieza otra vez igual y cambiado: y
esto sin tregua, para todos nosotros, durante todas las noches y durante
todo lo que dura el sueño.
Deben
ser ya más de las once porque es intenso el ir y venir al cubo que está
junto al guardia nocturno. Es un tormento obsceno y una vergüenza
indeleble: cada dos, cada tres horas, tenemos que levantarnos para
verter la gran dosis de agua que de día estamos obligados a absorber en
forma de potaje que nos calma el hambre: es la misma agua que por la
noche nos hincha los tobillos y las orejas e imprime a todas las
fisonomías una semejanza deforme, y cuya eliminación impone a los
riñones un trabajo enervante.
No se trata sólo de la procesión al cubo; es ley que el último que usa
el cubo tenga que vaciarlo en la letrina; y también es ley que por la
noche no se salga del barracón más que en traje nocturno (camisa y
calzoncillos) y dando el número al guardia. Se sigue de ello,
previsiblemente, que el guardia nocturno trate de exonerar de tal
servicio a sus amigos, a sus compatriotas y a los importantes; añádase
además que los veteranos del campo tienen los sentidos afinados de tal
manera que sin levantarse de las literas están milagrosamente
capacitados para distinguir, sólo por el sonido de las paredes del cubo,
si el nivel está o no en el límite peligroso, por lo cual casi siempre
consiguen evitar el tener que vaciarlo. Por lo tanto, los candidatos al
servicio del cubo son, en cada barracón, un número muy limitado,
mientras el total de los litros que hay que eliminar es por lo menos de
doscientos y por consiguiente el cubo debe ser vaciado unas veinte
veces.
En resumen, es muy grande el riesgo que nos acecha a nosotros, los
inexpertos y no privilegiados, cada noche, cuando la necesidad nos
empuja al cubo. Inesperadamente, el guardia nocturno salta de su rincón
y nos espía, garabatea nuestro número, nos da un par de zuecos de madera
y el cubo, y nos arroja afuera en medio de la nieve, temblando y
dormidos. Nos toca arrastrarnos hasta la letrina con el cubo que da
golpes contra las pantorrillas desnudas, desagradablemente caliente;
está lleno mucho más allá de cualquier límite razonable y es inevitable
que, con las sacudidas, algo se derrame sobre los pies, de manera que
por muy repugnante que sea esta función siempre es preferible tener que
ir nosotros mismos a que tenga que ir nuestro compañero de litera.
Así se arrastran nuestras noches. El sueño de Tántalo y el sueño del
relato se insertan en un tejido de imágenes menos claras: el sufrimiento
del día, compuesto de hambre, golpes, frío, cansancio, miedo y
promiscuidad, reaparece por las noches en pesadillas informes de una
violencia inaudita como en la vida libre se tienen sólo en las noches de
fiebre. Se despierta uno a cada instante, helado de terror, con todos
los miembros sobresaltados, bajo la impresión de una orden gritada por
una voz llena de cólera, en una lengua que no se entiende. La procesión
del cubo y los tropezones de los talones desnudos en la madera del suelo
se transforman en otra procesión simbólica: somos nosotros, grises e
idénticos, pequeños como hormigas y grandes hasta las estrellas,
apretados el uno contra el otro, innumerables, ocupando toda la llanura
hasta el horizonte; a veces nos fundimos en una sustancia única, una
masa angustiosa en la que nos sentimos apresados y sofocados; a veces,
en un desfile hacia el cubo, sin principio y sin fin, con un vértigo
cegador y una marea de náuseas que nos sube del estómago a la garganta;
a no ser que el hambre, o el fijo, o la vejiga llena nos conduzcan los
sueños por los caminos acostumbrados. Tratamos en vano, cuando la misma
pesadilla o el malestar nos despiertan, de desenredar sus componentes y
de apartarlos por separado del campo de nuestra atención para poder
proteger al sueño de su intrusión: no acabamos de cerrar los ojos cuando
sentimos de nuevo que el cerebro se nos pone en movimiento fuera del
alcance de nuestra voluntad; da golpes y zumbidos, incapaz de descanso
fabrica fantasmas y signos terribles, y sin pausa los dibuja y los agita
en la niebla gris sobre la pantalla de nuestros sueños.
Pero durante toda la noche, a través de las alternativas del sueño, de
la vigilia y de la pesadilla, acecha la espera y el terror del momento
del despertar: mediante la misteriosa facultad que muchos conocen
podemos, aun sin relojes, prever su estallido con gran aproximación. A
la hora de diana, que varía de una estación a otra, pero que siempre cae
mucho antes del alba, suena largamente la sirena del campo, y entonces
en todos los barracones el guardia de noche recoge: enciende las luces,
se levanta, se estira y pronuncia la condena de cada día: Aufstehen, o
con más frecuencia, en polaco: Wstawa'c.
Son poquísimos los que esperan durmiendo el Wstawa'c: es un momento de
dolor demasiado agudo para que el sueño más duro no se rompa al sentirlo
acercarse. El guardia nocturno lo sabe y por eso es por lo que no lo
pronuncia con tono de orden, sino con una voz llana y baja, como quien
sabe que el anuncio va a encontrar atentos todos los oídos y va a ser
escuchado y obedecido.
La palabra extranjera cae como una piedra en el fondo de todos los
ánimos. "A levantarse": la ilusoria barrera de las mantas cálidas, la
frágil coraza del sueño, la evasión nocturna, aun tormentosa, caen
hechas pedazos en torno y nos encontramos despiertos sin remisión,
expuestos a las ofensas, atrozmente desnudos y vulnerables. Empieza un
día como todos los días, de tal manera largo que no se puede
razonablemente concebir su fin, tanto frío, tanta hambre, tanto
cansancio nos separan de él: por lo cual, lo mejor es concentrar la
atención y el deseo en el trozo de pan gris, que es pequeño, pero que
dentro de una hora será nuestro y durante cinco minutos, hasta que lo
hayamos devorado, constituirá todo cuanto la ley de este sitio nos
consiente poseer.
Al Wstawa'c se vuelve a poner en movimiento el remolino. Todo el
barracón entra sin transición en una actividad frenética: todos trepan
arriba y abajo, hacen la litera y a la vez tratan de vestirse, de manera
que ninguna de sus pertenencias quede sin custodia; la atmósfera se
llena del polvo fino hasta hacerse opaca; los más rápidos se abren paso
a codazos entre la multitud para ir a los lavabos y a la letrina antes
de que haya cola. Inmediatamente entran en escena los barrenderos y nos
echan afuera a todos a golpes y a gritos.
Cuando he hecho la cama y me he vestido, bajo al suelo y me pongo los
zapatos. Entonces se me vuelven a abrir las heridas de los pies y
empieza una nueva jornada.
EL TRABAJO
Antes de Resnyk, dormía conmigo un polaco cuyo nombre nadie sabía; era
tranquilo y silencioso, tenía dos viejas heridas en las tibias y por las
noches emanaba un fino olor a enfermo; tenía también delicada la vejiga
y por eso se despertaba y me despertaba ocho o diez veces cada noche.
Una tarde me dio los guantes para que se los guardase y se fue al
hospital. Durante media hora tuve la esperanza de que el furrier hubiese
olvidado de que me había quedado como único ocupante de mi litera pero,
ya después del toque de silencio, la litera tembló y un tipo alto y
pelirrojo, con la numeración de los franceses de Drancy se subió a mi
lado.
Tener un compañero de cama alto de estatura es una desgracia, significa
perder horas de sueño; y precisamente a mí me tocan siempre compañeros
altos porque yo soy bajo y dos altos juntos no pueden dormir. Pero a
pesar de ello vi en seguida que Resnyk no era un mal compañero. Hablaba
poco y cortésmente, era limpio, no roncaba, no se levantaba más que dos
o tres veces cada noche y siempre con mucha delicadeza. Por la mañana,
se ofreció a hacer él la cama (ésta es una operación complicada y
penosa, y además de notable responsabilidad porque los que hacen mal la
cama, los schlechte Bettenbauer, son castigados rigurosamente), y lo
hizo de prisa y bien; de manera que experimenté cierto placer fugaz al
ver más tarde, al pasar lista, que lo habían agregado a mi Kommando.
Durante la marcha hacia el tajo resbalándonos con los gruesos zuecos
sobre la nieve helada, cambiamos algunas palabras, y supe que Resnyk es
polaco; ha vivido en París veinte años, pero habla un francés increíble.
Tiene treinta años pero, como a todos nosotros, se le podrían calcular
entre diecisiete y cincuenta. Me contó su historia, que he olvidado hoy,
pero era una historia dolorosa, cruel y conmovedora; porque así son
todas nuestras historias, cientos de miles de historias, todas distintas
y todas llenas de una trágica y desconcertante fatalidad. Nos las
contamos por las noches, y han sucedido en Noruega, en Italia, en
Argelia, en Ucrania, y son sencillas e incomprensibles como las
historias de la Biblia. ¿Pero acaso no son también historias de una
nueva Biblia?
Al llegar al tajo, nos llevaron a la Eisenröhreplatz, que es la
explanada donde se descargan los tubos de hierro, y empezaron a suceder
las cosas acostumbradas de todos los días. El Kapo volvió a pasar lista,
apuntó al nuevo y se puso de acuerdo con el Meister civil sobre el
trabajo del día. Después, nos confió al Vorarbeiter y se fue a dormir a
la caseta de las herramientas, cerca de la estufa; éste no es un Kapo
molesto, porque no es judío y no tiene miedo a perder el puesto. El
Vorarbeiter distribuyó las palancas de hierro entre nosotros y los gatos
entre sus amigos; se desarrolló la pequeña lucha acostumbrada por
conquistar las palancas más ligeras, y a mí me ha ido mal, la mía ha
sido la torcida, que pesa unos quince kilos; sé que, aunque trabajase
con ella en el vacío, media hora más tarde estaría muerto de cansancio.
Luego, nos fuimos, cada uno con su palanca, tropezando con la nieve en
deshielo. A cada paso un poco de nieve y de fango se nos pegan a las
suelas de madera hasta que andamos inestablemente sobre dos pesados
amasijos informes de los que no podemos liberarnos; de repente, uno se
despega y entonces es como si tuvieses una pierna un palmo más corta que
la otra.
Hoy hay que descargar del vagón un enorme cilindro de hierro colado:
creo que es un tubo de síntesis, debe de pesar varias toneladas. Para
nosotros es mejor, porque es mucho menos lo que nos cansamos con las
cargas grandes que con las pequeñas; en realidad el trabajo está más
repartido y se nos dan herramientas adecuadas; pero estamos en peligro,
no podemos distraernos, una distracción de un segundo y nos pueden
aplastar.
Meister Nogalla en persona, el capataz polaco, tieso, serio y taciturno,
ha vigilado la operación de descarga. Ahora el cilindro está en el suelo
y Meister Nogalla dice: Bohlen holen.
Se nos oprime el corazón. Quiere decir "traed las traviesas" para
construir sobre el fango blando la vía sobre la que habrá que empujar el
cilindro con las palancas hasta dentro de la fábrica. Pero las traviesas
están hundidas en el terreno, y pesan ochenta kilos; se sitúan en el
límite de nuestras fuerzas. Los más fuertes de nosotros pueden,
trabajando en pareja, llevar traviesas durante algunas horas; para mí es
una tortura, la carga se me hunde en el hueso del hombro, después del
primer viaje estoy sordo y casi ciego por el esfuerzo, y cometería
cualquier bajeza para sustraerme al segundo.
Voy a intentar emparejarme con Resnyk, que parece un buen trabajador, y
además, como es alto, tendrá que soportar la mayor parte del peso. Sé
que lo normal es que Resnyk me rechace con desprecio y se empareje con
otro individuo fuerte; entonces pediré permiso para ir a la letrina, y
me quedaré allí lo más posible, y luego intentaré esconderme con la
seguridad de que inmediatamente me encontrarán, me insultarán y me
pegarán; pero cualquier cosa es mejor que este trabajo.
Pero no: Resnyk acepta, y no solamente eso, sino que levanta él solo la
traviesa y me la apoya en el hombro derecho con cuidado; luego levanta
el otro extremo, se lo pone sobre el hombro izquierdo y echamos a andar.
La traviesa tiene pegados nieve y barro, a cada paso me golpea la oreja
y la nieve me da en el cuello. Después de una cincuentena de pasos, me
siento en el límite de lo que suele llamarse la capacidad de aguante: se
me doblan las rodillas, el hombro me duele como si me lo estuviesen
mordiendo, no puedo aguantar el equilibrio. A cada paso siento que el
fango ávido me chupa los zapatos, este fango polaco omnipresente cuyo
monótono horror llena nuestras jornadas.
Me muerdo los labios profundamente: sabemos bien que el ocasionarse un
pequeño dolor sirve de estimulante para poner en movimiento las últimas
reservas de energía. También lo saben los Kapos: algunos nos golpean por
pura bestialidad y violencia, pero hay otros que nos golpean cuando
estamos ya bajo la carga, casi amorosamente, acompañando los golpes con
palabras de exhortación y de ánimo, como hacen los carreteros con los
buenos caballos.
Llegados al cilindro, descargamos la traviesa y yo me quedo rígido, con
los ojos vacíos, la boca abierta y los brazos colgando, sumido en el
éxtasis efímero y negativo del cese del dolor. En un crepúsculo de
agotamiento, espero el empujón que me haga volver al trabajo, e intento
aprovechar cada segundo de la espera para recobrar algo de energía.
Pero el empujón no llega: Resnyk me da en el codo, lo más despacio
posible volvemos a las traviesas. Por allí están los otros, en parejas,
todos tratando de tardar lo más posible en someterse a la carga.
Allons, petit, attrape. Esta traviesa está seca y es un poco más ligera,
pero al terminar el segundo viaje me presento al Vorarbeiter y le pido
permiso para ir a la letrina.
Tenemos la ventaja de que nuestra letrina está más bien lejos; lo que
nos permite, una vez al día, una ausencia un poco más larga de lo
normal, y además, como está prohibido que vayamos solos, nos acompaña
Wachsmann, el más débil y torpe del Kommando, a quien se le ha dado el
cargo de Scheissbegleiter, "el acompañante a las letrinas"; Wachsmann,
en virtud de tal nombramiento, es responsable de cualquier hipotética
(¡hipótesis ridícula!) tentativa de fuga y, más realistamente, de
cualquier retraso.
Como mi petición ha sido atendida, me voy por el barro, por la nieve
gris y por entre los escombros metálicos, escoltado por el pequeño
Wachsmann. No llego a entenderme con él, porque no hablamos ninguna
lengua en común; pero sus compañeros me han dicho que es rabino, y hasta
Melamed, sabio de la Thorá, y además, que en su tierra, en Galitzia,
tenía fama de sanador y de taumaturgo. Y puedo creerlo, al pensar cómo,
tan delgado y frágil y delicado, puede trabajar desde hace dos años sin
ponerse enfermo y sin haberse muerto, sino por el contrario animado de
una asombrosa vitalidad en la mirada y en las palabras cuando por las
noches pasa largas horas hablando de cuestiones talmúdicas,
incomprensiblemente, en yiddish y en hebreo con Mendi, que es rabino
modernista.
La
letrina es un oasis de paz. Es una letrina improvisada, que los alemanes
no han provisto todavía de los acostumbrados paneles de madera que
separan los distintos compartimientos: Nur für Engländen, Nur für Polen,
Nur für Ukrainische Frauen y así sucesivamente y, un poco aparte, Nur
für Häftlinge. En el interior, hombro contra hombro, están sentados
cuatro Häftlinge famélicos; un viejo barbudo, obrero ruso, con el haz
azul de OST en el brazo izquierdo; un muchacho polaco, con una gran P
blanca en la espalda y el pecho; un preso militar inglés, con la cara
espléndidamente afeitada y rosada, el uniforme caqui nítido, planchado y
limpio, aparte de la gruesa marca de KG (Kriegsgefangener) en la
espalda. Un quinto Häfling está en la puerta, y a todo civil que entra
desabrochándose el cinturón le pregunta paciente y monótono: Êtes–vous
Français?
Cuando vuelvo al trabajo, se ven pasar las camionetas del rancho, lo que
quiere decir que son las diez, y ésta es ya una hora decente, de manera
que el descanso de mediodía se perfila ya en la niebla del futuro remoto
y podemos empezar a sacar energía de la espera.
Hago todavía dos o tres viajes con Resnyk, tratando con todo cuidado, y
hasta yéndonos a los montones alejados, de encontrar traviesas más
ligeras, pero ya todas las mejores han sido transportadas y no quedan
más que las otras, atroces, de aristas cortantes, cargadas de barro y
hielo, con las láminas metálicas para sujetar los raíles clavadas ya.
Cuando viene Franz a llamar a Wachsmann para que vaya con él a recoger
el rancho, quiere decir que son las once y que la mañana casi está
pasada, y nadie piensa en la tarde. Después es la vuelta de la
cuadrilla, a las once y media, y el interrogatorio de rigor, cuánto
potaje hoy, y de qué clase, y si te ha tocado de arriba o del fondo del
perol; yo me esfuerzo por no hacer esas preguntas, pero no puedo dejar
de prestar un oído ávido a las respuestas, y la nariz al humo que el
viento trae de la cocina.
Y por fin, como un meteoro celeste, sobrenatural e impersonal como una
señal divina, la sirena de mediodía estalla para consolar nuestro
cansancio y nuestra hambre anónima y unánime. Y de nuevo suceden las
cosas acostumbradas: corremos todos al barracón y nos ponemos en fila
con las escudillas tendidas, y todos tenemos una prisa animal por
mojarnos las vísceras con el brebaje caliente, pero nadie quiere ser el
primero, porque al primero le toca la ración más líquida. Como de
costumbre, el Kapo nos escarnece y nos insulta por nuestra voracidad. Y
mucho se guarda de remover la marmita, porque el fondo lo reserva
claramente para él. Después viene la beatitud (ésta positiva y visceral)
de la distensión y del calor en la barriga y en la caseta en torno a la
estufa crepitante. Los fumadores, con gesto avaro y piadoso, lían un
delgado cigarrillo, y toda nuestra ropa, empapada de nieve y de fango,
humea densamente al calor de la estufa, con un olor de perrera y de
rebaño.
Según un tácito acuerdo, nadie habla: pasado un minuto, todos duermen,
apretados codo con codo, cayéndose de repente hacia delante y
enderezándose con una sacudida de espaldas. Por detrás de los párpados
apenas cerrados irrumpen violentamente los sueños, y éstos son también
los de costumbre. Estar en nuestra casa, en un maravilloso baño
caliente. Estar en nuestra casa sentados a la mesa. Estar en casa y
contar este trabajo sin esperanza, este tener siempre hambre, este
dormir de esclavos.
Luego, en el seno de los vapores de las digestiones torpes, un núcleo
doloroso se condensa, y no punza, y crece hasta pasar los límites de la
con ciencia y nos quita la alegría del sueño. Es wird bald ein Uhr sein:
es casi la una. Como un cáncer rápido y voraz mata nuestro sueño y nos
oprime angustiosamente: tendemos el oído al viento que silba fuera y al
ligero roce de la nieve contra el cristal, es wird schnell ein Uhr sein.
Mientras todos nos agarramos al sueño para que no nos abandone, tenemos
los sentidos tensos en espera de la señal que va a llegar, que está
fuera de la puerta, que está aquí...
Ya está. Un golpe contra el cristal, Meister Nogalla ha lanzado contra
el ventanuco una bola de nieve y ahora está de pie, tieso, ahí afuera, y
tiene el reloj en la mano vuelto hacia nosotros. El Kapo se pone en pie,
se estira, y dice, en voz baja como quien no duda de que será obedecido:
Alles heraus (todos afuera).
¡Ah, poder llorar! ¡Ah, poder enfrentarse al viento como antes lo
hacíamos de igual a igual, y no como aquí, como gusanos sin alma!
Estamos fuera, y cada uno vuelve a su palanca. Resnyk se encoge de
hombros, se hunde el gorro hasta las orejas y levanta la cara al cielo
bajo y gris del que cae la nieve inexorable:
–Si j'avey une chien, je ne le chasse pas dehors.
UN DÍA BUENO
La convicción de que la vida tiene una finalidad está grabada en todas
las fibras del hombre, es una propiedad de la sustancia humana. Los
hombres libres llaman de muchas maneras a tal finalidad, y sobre su
naturaleza piensan y hablan mucho: pero para nosotros la cuestión es muy
simple.
Aquí y hoy, nuestra finalidad es llegar a la primavera. De otras cosas,
ahora, no nos preocupamos. Detrás de esta meta no hay, ahora, otra meta.
Por la mañana, cuando en formación en la plaza de la Lista esperamos sin
fin la hora de ir al trabajo, y cada soplo del viento se nos mete por
debajo de la ropa y recorre en escalofríos violentos nuestros cuerpos
indefensos, y todo alrededor está gris, y nosotros estamos grises; por
la mañana, cuando todavía está oscuro, todos escrutamos el cielo hacia
oriente acechando los primeros indicios de la dulce estación, y la
salida del sol es comentada todos los días: hoy un poco antes que ayer;
hoy un poco más caliente que ayer; dentro de dos meses, dentro de un
mes, el frío nos dará tregua y tendremos un enemigo menos.
Hoy, por primera vez, el sol ha surgido vivo y nítido fuera del
horizonte de barro. Es un sol polaco, frío, blanco y lejano, y no nos
calienta más que la epidermis, pero cuando se ha deshecho de las últimas
brumas ha corrido un murmullo por nuestra multitud sin color, y cuando
incluso yo he sentido su tibieza a través de mi ropa, he comprendido que
se pueda adorar al sol.
Das Schlimmste ist vorüber, dice Ziegler, estirando al sol los hombros
puntiagudos: lo peor ha pasado. Junto a nosotros hay un grupo de
griegos, de esos admirables y terribles judíos salónicos, tenaces,
ladrones, prudentes, feroces y solidarios, tan decididos a vivir y tan
despiadados adversarios en la lucha por la vida; de esos griegos que han
sobrevivido, en las cocinas y en las canteras; y que hasta los alemanes
respetan y los polacos temen. Hace tres años que están en el campo, y
nadie mejor que ellos sabe lo que es el campo; ahora están reunidos,
apiñados en un corro, hombro contra hombro, y cantan una de sus
cantilenas interminables.
Felicio, el griego, me conoce:
–L'année prochaine á la maison! –me grita, y añade–: ...á la maison par
la cheminée!
Felicio ha estado en Birkenau. Y siguen cantando. Y dan golpes con los
pies rítmicamente, y se embriagan de canción.
Cuando por fin hemos salido por la gran puerta del campo el sol estaba
discretamente alto y el cielo sereno. A mediodía se veían las montañas;
al poniente, familiar e incongruente, el campanario de Auschwitz (¡un
campanario aquí!) y todo alrededor los globos cautivos de las vallas.
Los humos de la Buna se estancaban en el aire frío y se veía también una
fila de colinas bajas, verdes de bosques: y se nos ha encogido el
corazón, porque todos sabemos que aquello es Birkenau, que allí han
terminado nuestras mujeres y que pronto también nosotros terminaremos
allí: pero no estamos acostumbrados a verlo.
Por primera vez nos hemos dado cuenta de que, a los dos lados de la
carretera, también aquí los prados están verdes: porque, si no hay sol,
un prado es como si no fuese verde.
La Buna no: la Buna es desesperada y esencialmente opaca y gris. Este
desmesurado enredo de hierro, de cemento, de barro y de humo es la
negación de la belleza. Sus calles y sus edificios se llaman como
nosotros, con números o letras, o con nombres inhumanos y siniestros.
Dentro de su recinto no crece una brizna de hierba, y la tierra está
impregnada por los jugos venenosos del carbón y del petróleo, y nada más
que las máquinas y los esclavos están vivos: y más aquéllas que éstos.
La Buna es grande como una ciudad; allí trabajan, además de los
dirigentes y los técnicos alemanes, cuarenta mil extranjeros, y se
hablan quince o veinte idiomas. Todos los extranjeros viven en distintos
Lagers, que rodean la Buna como una corona: el Lager de los prisioneros
de guerra inglesa, el Lager de las mujeres ucranianas, el Lager de los
voluntarios franceses, y otros que no conocemos. Nuestro Lager
(Judenlager, Vernichtunslager, Kazett) aporta, sólo él, diez mil
trabajadores, que provienen de todas las naciones de Europa; y nosotros
somos los esclavos de los esclavos, a quienes todos pueden mandar, y
nuestro nombre es el número que llevamos tatuado en el brazo y cosido en
el pecho.
La Torre del Carburo, que surge en medio de la Buna y cuyo pináculo es
raramente visible entre la niebla, la hemos construido nosotros. Sus
ladrillos han sido llamados Ziegel, briques, tegula, cegli, kamenny,
bricks, téglak, y el odio los ha cimentado; el odio y la discordia, como
la Torre de Babel y así la llamamos: Babelturm, Bobelturm; y odiamos en
ella el demente sueño de grandeza de nuestros amos, su desprecio de Dios
y de los hombres, de nosotros los hombres.
Y todavía hoy, como en aquella fábula antigua, todos nosotros sentimos,
y los mismos alemanes sienten, que una maldición no trascendente y
divina sino inmanente e histórica se cierne sobre la insolente trabazón,
fundada en la confusión de las lenguas y erigida desafiando al cielo
como una blasfemia de piedra.
Como ya diremos, de la fábrica de la Buna, por la cual se afanaron los
alemanes durante cuatro años y en donde sufrimos y morimos miles de
nosotros, no salió nunca un solo kilo de goma sintética.
Pero hoy los eternos charcos, sobre los que tiembla un velo irisado de
petróleo, reflejan el cielo sereno. Las vigas, las calderas, los tubos
todavía fríos del hielo nocturno, chorrean rocío. La tierra removida de
las zanjas, los montones de carbón, los bloques de cemento, exhalan en
una leve niebla la humedad del invierno.
Hoy es un buen día. Miramos alrededor, como ciegos que recobran la
vista, y nos miramos unos a otros. Nunca nos habíamos visto al sol:
algunos sonríen. ¡Si no fuese por el hambre!
Porque así es la naturaleza humana, las penas y los dolores que se
sufren simultáneamente no se suman por entero en nuestra sensibilidad,
sino que se esconden, los menores detrás de los mayores, según una ley
de perspectiva muy clara. Es algo providencial y que nos permite vivir
en el campo. Y también es ésta la razón por la cual con tanta
frecuencia, en la vida en libertad, se oye decir que el hombre es
insaciable: mientras, más que de una incapacidad humana para el estado
de bienestar absoluto, se trata de un conocimiento siempre insuficiente
de la naturaleza compleja del estado de desgracia, por lo cual a causas
que son múltiples y ordenadas jerárquicamente se les da un solo nombre,
el de la causa mayor; hasta que ésta llegue a desaparecer, y entonces
uno se asombra dolorosamente al ver que detrás de una hay otra; y en
realidad, muchas otras.
Por
eso, aún no acaba de cesar el frío, que durante todo el invierno nos ha
parecido el único enemigo, y ya nos damos cuenta de que tenemos hambre:
y, repitiendo el mismo error, decimos hoy: "¡Si no fuese por el
hambre!"...
Pero ¿cómo podría pensarse en no tener hambre? El Lager es el hambre:
nosotros somos el hambre, un hambre viviente.
Más allá de la carretera está funcionando una excavadora. Su cesta,
suspendida de los cables, abre las mandíbulas dentadas, se queda un
momento como dudando en la elección, luego se lanza sobre la tierra
arcillosa y blanda y la muerde vorazmente, mientras de la cabina de
mando sale un bufido satisfecho de humo blanco y denso. Luego se alza,
gira a medias, vomita por la trasera el bocado de que está cargada y
vuelve a empezar.
Apoyados en las palas, nos quedamos mirándola fascinados. A cada
mordisco de la cesta las bocas se cierran, las nueces suben y bajan
miserablemente en las gargantas, visibles bajo la piel fláccida. No
conseguimos sustraernos al espectáculo de la comida de la excavadora.
Sigi tiene diecisiete años y es el más hambriento aunque recibe cada
tarde un poco de potaje que le da un protector suyo, verosímilmente no
desinteresado. Había empezado a hablar de su casa de Viena y de su
madre, pero luego ha pasado al tema de la cocina y ahora nos habla sin
parar de no sé qué banquete de bodas y recuerda, con verdadero
desconsuelo, que no terminó el tercer plato de potaje de habas. Todos lo
mandan callar, y no han pasado diez minutos cuando Bela nos describe su
campiña húngara, y los campos de maíz, y una receta para hacer polenta
dulce con maíz tostado, y manteca, y especias, y... y lo insultan, lo
maldicen, y hay otro que empieza a contar...
¡Qué débil es la carne! Yo me doy perfecta cuenta de cuán vanas son
estas imaginaciones del hambre, pero no puedo sustraerme a la ley común,
y ante los ojos me baila la pasta asciutta que acabábamos de hacer
Vanda, Luciana, Franco y yo, en Italia, en el campo de espera, cuando
nos dieron la noticia repentina de que al día siguiente teníamos que
salir para venir aquí; y estábamos comiéndola (estaba tan buena,
amarilla, sólida) y la dejamos, necios de nosotros, insensatos: ¡si
hubiésemos sabido! Y si ocurriese otra vez... Absurdo; si hay una cosa
segura en el mundo es ésta: que no nos sucederá otra vez.
Fischer, el último que ha llegado, se saca del bolsillo un envoltorio,
preparado con la minuciosidad de los húngaros, y dentro hay media ración
de pan: la mitad del pan de esta mañana. Es bien sabido que sólo los
Números Altos son capaces de quedarse con el pan en el bolsillo; ninguno
de nosotros, los antiguos, está en condiciones de conservar el pan
durante una hora entera. Varias teorías circulan para justificar esta
incapacidad nuestra: el pan comido poco a poco a veces no se asimila del
todo; la tensión nerviosa necesaria para guardar el pan, sin atacarlo
cuando se tiene hambre, es nociva y debilitante en grado sumo; el pan
endurecido pierde rápidamente su valor alimenticio, por lo que cuanto
antes es ingerido tanto más nutritivo, resulta; Alberto dice que el
hambre y el pan en el bolsillo son cantidades de signo contrario, que se
neutralizan automáticamente y no pueden coexistir en el mismo individuo;
y muchos, en fin, afirman justamente que el estómago es la caja fuerte
más segura contra los robos y las extorsiones.
–Moi, on m'a jamais volé mon pain! –gruñe David golpeándose el estómago
cóncavo: pero no puede apartar los ojos de Fischer, que mastica lento y
metódico, del "afortunado" que posee todavía media ración a las diez de
la mañana–: ... sacré veinard, va!
Pero no sólo debido al sol es el de hoy un día alegre: a mediodía nos
espera una sorpresa. Además del rancho normal de la mañana, encontramos
en la barraca una maravillosa marmita de cincuenta litros, de las de la
Cocina de la Fábrica, casi llena. Templer nos mira triunfante: esta
"organización" es obra suya.
Templer es el organizador oficial de nuestro Kommando: tiene para la
sopa de los Civiles una sensibilidad exquisita, como las abejas para las
flores. Nuestro Kapo, que no es un mal Kapo, le deja las manos libres, y
con razón: Templer se echa a andar siguiendo pistas imperceptibles, como
un sabueso, y vuelve con la preciosa noticia de que los obreros polacos
del Alcohol Metílico, a dos kilómetros de aquí, han dejado cuarenta
litros de sopa porque sabía a rancio, o que un vagón de nabos se ha
quedado sin guardia en la vía muerta de la Cocina de la Fábrica.
Hoy, los litros son cincuenta, y nosotros somos quince, Kapo y
Vorarbeiter comprendidos. Son tres litros por cabeza; uno lo tomaremos a
mediodía, además del rancho normal, y para los otros dos iremos por
turno esta tarde a la barraca, y nos será, concedidos excepcionalmente
cinco minutos de suspensión del trabajo para que nos hartemos.
¿Qué más podría desearse? Hasta el trabajo nos parece ligero ante la
perspectiva de los dos litros densos y calientes que nos esperan en la
barraca. Periódicamente se nos acerca el Kapo y llama:
–Wer hat noch zu fressen?
Esto, no ya por burla o por escarnio, sino porque verdaderamente este
nuestro comer de pie, furiosamente, escaldándose la boca y la garganta,
sin tiempo para respirar, es "fressen", el comer de las bestias, y no
por cierto "essen", el comer de los hombres, sentados ante una mesa,
religiosamente. "Fressen" es el vocablo apropiado, el comúnmente usado
entre nosotros.
Meister Nogalla está aquí y hace la vista gorda ante nuestra ausencia
del trabajo. También Meister Nogalla tiene cara de hambriento, y si no
fuese por las conveniencias sociales quizás no rechazara un litro de
nuestro aguaje caliente.
Le llega el turno a Templer, al que, con plebiscitario consentimiento,
le han sido asignados cinco litros, sacados del fondo de la marmita.
Porque Templer, además de ser un buen organizador, es un excepcional
comedor de potaje y, caso único, está en condiciones de vaciar los
intestinos, voluntaria y preventivamente, en vista de la comida
voluminosa: lo que contribuye a su asombrosa capacidad gástrica.
De esta habilidad suya está justamente orgulloso, y todos, hasta Meister
Nogalla, la conocen. Acompañado por la gratitud de todos, el benefactor
Templer se encierra unos instantes en la letrina, sale radiante y
pronto, y se dispone, entre la general benevolencia, a gozar del fruto
de su obra:
–Nu, Templer, hast du Platz genug für die Suppe gemacht?
Al atardecer, suena la sirena del Feierabend, del final del trabajo; y
puesto que todos estamos, al menos durante unas horas, saciados, no hay
lugar a litigios, nos sentirnos bondadosos, el Kapo no tiene deseos de
castigarnos y somos capaces de pensar en nuestras madres y en nuestras
mujeres, lo que no sucede con frecuencia. Durante unas horas podemos ser
infelices a la manera de los hombres libres.
MÁS ACÁ DEL BIEN Y DEL MAL
Teníamos una incorregible tendencia a ver en cada acontecimiento un
símbolo y un signo. Desde hacía setenta días se hacía esperar el
Wäschetauschen, la ceremonia del cambio de la ropa interior, y ya
circulaba insistente la voz de que faltaba ropa interior de recambio
porque, debido al avance del frente, los alemanes no podían hacer afluir
a Auschwitz nuevos transportes; "por eso" la liberación estaba cerca; y
paralelamente, la interpretación opuesta, que el retraso de la muda era
signo seguro de una próxima liquidación integral de todo el campo. Pero
la muda llegó y, como de costumbre, la dirección del Lager se preocupó
de que llegase de improviso y al mismo tiempo a todos los barracones.
Es preciso saber que en el Lager la tela escasea y es preciosa; y que el
único modo que tenemos de procurarnos un trapo para limpiarnos la nariz,
o un retazo para los pies, es precisamente el cortarle el faldón a una
camisa en el momento de la muda. Si la camisa es de manga larga, se le
cortan las mangas; si no, uno se contenta con un rectángulo de abajo, o
se descose uno de sus numerosos remiendos. En todo caso, hace falta
algún tiempo para procurarse aguja e hilo, y para realizar la operación
con cierto arte, de modo que el estropicio no sea demasiado evidente en
el acto de la entrega. La ropa sucia y rasgada pasa a granel a la
Sastrería del campo donde es sumariamente zurcida, luego a la
desinfección con vapor (¡no al lavado!) después es redistribuida; de ahí
que, para salvar la ropa usada de las mencionadas mutilaciones, sea
necesario hacer llegar la muda de la manera más imprevista.
Pero, siempre como de costumbre, no se ha podido evitar que alguna
mirada sagaz penetrase bajo el toldo del carro que salía de la
desinfección, de modo que en pocos minutos el campo se ha enterado de la
inminencia de un Wäschetauschen y, por añadidura, de que esta vez se
trataba de camisas nuevas, procedentes de un transporte de húngaros
llegado hace tres días.
La noticia ha tenido una resonancia instantánea. Todos los detentadores
abusivos de segundas camisas, robadas u "organizadas", o tal vez
honestamente compradas con pan para protegerse del frío o para invertir
capital en un momento de prosperidad, se han precipitado hacia la Bolsa,
esperando llegar a tiempo de cambiar por géneros de consumo su camisa de
reserva antes de que la oleada de camisas nuevas, o la certeza de su
llegada, devaluasen irreparablemente el precio del artículo.
La Bolsa es siempre activísima. Aunque todo cambio (mejor, toda forma de
propiedad) esté explícitamente prohibido, y aunque frecuentes rastreos
de los Kapos o de los Blockälteste atropellen periódicamente en una sola
fuga a mercaderes, clientes y curiosos, sin embargo, en el ángulo
nordeste del Lager (significativamente en el ángulo más alejado de las
barracas de la SS), apenas las escuadras han vuelto del trabajo, se
reúne un concurso tumultuoso, al aire libre en verano, dentro del
lavadero en invierno.
Aquí vagan a decenas, con los labios entreabiertos y los ojos
relucientes, los desesperados por el hambre, a los que un instinto falaz
empuja allá donde las mercancías exhibidas hacen más agria la roedura
del estómago y más asidua la salivación. Van provistos, en el mejor de
los casos, de la mísera media ración de pan que, con esfuerzo doloroso,
han ahorrado desde la mañana, con la esperanza insensata de que se
presente la ocasión de un trueque ventajoso con algún ingenuo,
desconocedor de las cotizaciones del momento. Algunos de éstos, con
salvaje paciencia, adquieren con la media ración un litro de potaje que,
al ir alejándose, someten a la metódica extracción de los pocos pedazos
de patata que yacen en el fondo; hecho lo cual, la cambian por pan, y el
pan por un nuevo litro que expoliar, y esto hasta el agotamiento de los
nervios, o hasta que cualquier perjudicado, cogiéndole in fraganti, no
les inflija una severa lección, exponiéndolos a la pública irrisión. A
la misma especie pertenecen los que van a la Bolsa a vender su única
camisa; ésos saben bien lo que va a suceder, en la primera ocasión,
cuando el Kapo compruebe que están desnudos bajo la chaqueta. El Kapo
les preguntará qué han hecho de la camisa; es una pura pregunta
retórica, una formalidad útil tan sólo para entrar en materia. Le
responderán que la camisa se la han robado en el lavadero; también es de
rigor esta respuesta, y no pretende ser creída; en realidad, hasta las
piedras del Lager saben que en noventa y nueve veces de cada ciento
quien no tiene camisa la ha vendido por hambre, y que además se es
responsable de la camisa porque pertenece al Lager. Entonces, el Kapo lo
golpeará, le será asignada otra camisa, y antes o después todo volverá a
empezar.
Cada uno en su rincón acostumbrado, se estacionan en la Bolsa los
mercaderes profesionales; los primeros de entre ellos, los griegos,
inmóviles y silenciosos como esfinges, agazapados detrás de las
escudillas de potaje denso, fruto de su trabajo, de sus combinaciones y
de su solidaridad nacional.
Los griegos se han reducido ahora a poquísimos, pero han aportado una
contribución de primer orden a la fisonomía del campo y a la jerga
internacional que por él circula. Todos saben que "caravana" es la
escudilla, y que "la comedera es buena" quiere decir que el potaje es
bueno; el vocablo que expresa la idea genérica de hurto es
"klepsi–klepsi", de evidente origen griego. Estos pocos supervivientes
de la colonia judía de Salónica, la del doble lenguaje, español y
helénico, y de las múltiples actividades, son los depositarios de una
concreta, terrena, cómplice sabiduría en la que confluyen las
tradiciones de todas las civilizaciones mediterráneas. Que esta
sabiduría se resuelva en el campo con la práctica sistemática y
científica del hurto y del asalto a los cargos y con el monopolio de la
Bolsa de los trueques, no debe hacer olvidar que su repugnancia por la
brutalidad gratuita, su asombrosa conciencia de la subsistencia de una,
cuando menos potencial, dignidad humana, hacían de los griegos del Lager
el núcleo nacional más coherente y, bajo este punto de vista, el más
civil.
Se puede encontrar en la Bolsa a los especialistas de los hurtos en la
cocina, con las chaquetas hinchadas por misteriosos bultos. Mientras
para el potaje hay un precio casi estable (media ración de pan por un
litro), la cotización de los nabos, remolachas, patatas, es caprichosa
en extremo y depende mucho, entre otros factores, de la diligencia y la
corruptibilidad de los guardianes de turno en los almacenes.
Se vende el Mahorca: el Mahorca es un tabaco de desecho, en forma de
astillas leñosas, oficialmente en venta en la Kantine, en paquetes de
cincuenta gramos, contra la entrega de "bonos–premio" que la Buna
debería distribuir entre los mejores trabajadores. Tal distribución se
hace irregularmente, con gran parsimonia y evidente iniquidad, de modo
que la mayor parte de los bonos terminan, directamente o por abuso de
autoridad, en manos de los Kapos y de los prominentes; sin embargo, los
bonos–premio de la Buna circulan en el mercado del Lager a guisa de
moneda, y su valor varía en estricta obediencia a las leyes de la
economía clásica.
Ha habido períodos en los que se ha pagado una ración de pan por
bono–premio, luego una y cuarto, también una y un tercio; una vez ha
sido cotizado a ración y media, pero luego el suministro de Mahorca en
las Kantinas ha disminuido y entonces, al faltar la cobertura, la divisa
se ha precipitado de golpe a un cuarto de ración. Le ha sucedido otro
período de alza debido a una razón singular: el cambio de la guardia en
el Frauenblock, con la llegada de un contingente de robustas muchachas
polacas. En efecto, puesto que el bono–premio es válido (para los
criminales y los políticos: no para los judíos, los cuales, por lo
demás, no sufren por la limitación) para un ingreso en el Frauenblock,
los interesados han hecho un activo y rápido acaparamiento: de donde el
alza que, por lo demás, no ha durado mucho.
Entre los comunes Häftlinge, pocos son los que buscan el Mahorca para
fumárselo personalmente; casi siempre sale del campo y termina en los
laboratorios civiles de la Buna. Es un sistema de "kombinacja" bastante
difundido: el Häftling, una vez economizada del modo que sea una ración
de pan, la invierte en Mahorca; se pone cautamente en contacto con un
"aficionado" civil, que adquiere el Mahorca efectuando el pago al
contado con una dosis de pan superior a la inicialmente establecida. El
Häftling se come el margen de ganancia y pone en circulación la ración
sobrante. Especulaciones de esta clase establecen una conexión entre la
economía interior del Lager y la vida económica del mundo exterior:
cuando, accidentalmente, ha llegado a faltar la distribución del tabaco
a la población civil de Cracovia, el hecho, superando la barrera de
alambre de púa que nos segrega del consorcio humano, ha tenido
repercusión en el campo, provocando una clara alza de la cotización del
Mahorca y, en consecuencia, de los bonos–premio.
El caso arriba esbozado no es sino el más esquemático: otro más complejo
es el siguiente. El Häftling adquiere mediante Mahorca o pan –o quizás
por donación de un civil– cualquier abominable, rasgado, sucio trapo de
camisa, sin embargo, provisto aún de tres agujeros por los que pasar
bien o mal los brazos y la cabeza. Siempre que no muestre más que signos
de desgaste, y no de mutilaciones artificiosamente realizadas, semejante
objeto, en lo que al Wäschentauschen se refiere, es válido como camisa y
da derecho al cambio; todo lo más, quien lo muestra podrá recibir una
adecuada dosis de golpes por haber puesto tan poco cuidado en la
conservación de los indumentos de ordenanza.
Por ello, en el interior del Lager no hay gran diferencia de valor entre
una camisa digna de tal nombre y un andrajo lleno de remiendos; el
Häftling no tendrá dificultad en encontrar un compañero en posesión de
una camisa en estado comerciable que no pueda valorizar porque, por
razones de ubicación del trabajo, o de lenguaje, o de intrínseca
incapacidad, no está en relación con los trabajadores civiles. Estos
últimos se contentarán con un modesto porcentaje de pan para aceptar el
cambio; efectivamente, el próximo Wäschentauschen restablecerá en cierto
modo la nivelación repartiendo ropa buena o mala de manera perfectamente
casual. Pero el primer Häftling podrá contrabandear en la Buna la camisa
buena y vendérsela al civil de antes (o a cualquier otro) por cuatro,
seis, hasta diez raciones de pan. Este tan elevado margen de ganancias
refleja la gravedad del riesgo de salir del campo con más de una camisa
puesta, o de regresar sin camisa.
Muchas son las variaciones sobre este tema. Hay quien no duda en sacarse
las fundas de oro de las muelas para venderlas en la Buna por pan o
tabaco; pero es más común el caso de que semejante tráfico tenga lugar
por persona interpuesta. Un "número alto", es decir, un recién llegado,
llegado hace poco pero ya lo suficientemente embrutecido por el hambre y
por la extremada tensión de la vida en el campo, es oteado por un
"número bajo" a causa de alguna rica prótesis dental que lleve puesta;
el "bajo" ofrece al "alto" tres o cuatro raciones de pan al contado por
someterse a la extracción. Si el alto acepta, el bajo paga, se lleva el
oro a la Buna y, si está en contacto con un civil de confianza, del que
no sean de temer delaciones o estafas, puede realizar sin más una
ganancia de hasta diez, veinte o más raciones, que le son pagadas
gradualmente, una o dos al día. Advirtamos a tal propósito que,
contrariamente a lo que sucede en la Buna, cuatro raciones de pan son el
importe máximo de los negocios que se concluyen en el campo, porque aquí
sería prácticamente imposible tanto estipular contratos a crédito, como
preservar de la codicia ajena y del hambre propia una cantidad mayor de
pan.
El tráfico con los civiles es un elemento característico del
Arbeitslager y, como se acaba de ver, determina la vida económica. Es
por lo demás delito, explícitamente contemplado por el reglamento del
campo y asimilado al delito "político"; por ello es castigado con
particular severidad. El Häftling convicto de Handel mit Zivilisten, si
no dispone de buenas influencias; acaba en Gleiwitz III, en Janina, en
las minas de carbón de Heidebreck; lo que significa la muerte por
agotamiento en el transcurso de unas pocas semanas. Además, el mismo
trabajador civil cómplice suyo puede ser denunciado a la autoridad
competente alemana y condenado a pasar un período variable, según me
consta, de quince días a ocho meses en Vernichtunslager, en las mismas
condiciones que nosotros. Los obreros a los que se aplica este género de
talión son expoliados como nosotros a la entrada, pero sus efectos
personales se conservan en un almacén a propósito. No se los tatúa y
conservan su pelo, lo que los hace fácilmente reconocibles, pero durante
todo el tiempo del castigo se los somete al mismo trabajo que a nosotros
y a nuestra disciplina; excluidas, desde luego, las selecciones.
Trabajan en Kommandos especiales y no tienen contacto de ningún género
con los Häftlinge comunes. En efecto, para ellos el Lager es un castigo
y, si no mueren de cansancio o de enfermedad, tienen muchas
probabilidades de volver entre los hombres; si se les diese la
posibilidad de comunicarse con nosotros, ello abriría una brecha en el
muro que nos tiene muertos para el mundo, y una rendija sobre el
misterio que reina entre los hombres libres en torno a nuestro estado.
En cambio, para nosotros, el Lager no es un castigo; para nosotros no se
prevé un término, y el Lager no es otra cosa que el género de existencia
a nosotros asignado, sin límites de tiempo, en el seno del organismo
social germánico.
Una sección de nuestro mismo campo está destinada por supuesto a los
trabajadores civiles de todas las nacionalidades que deben residir en él
durante un tiempo más o menos largo, en expiación de sus relaciones
ilícitas con los Häftlinge. Dicha sección está separada del resto del
campo mediante un alambre de púas, y se llama E–Lager, y E–Häftlinge se
llaman sus huéspedes. E es la inicial de Erziehung, que significa
"educación".
Todas las combinaciones hasta ahora descritas están fundadas en el
contrabando de material perteneciente al Lager. Por eso, los SS son tan
rigurosos al reprimirlos: el mismo oro de nuestros dientes es propiedad
suya, puesto que, arrancado de las mandíbulas de los vivos y de los
muertos, todo termina antes o después en sus manos. Es, por lo tanto,
natural que se ocupen de que el oro no salga del campo.
Pero contra el hurto en sí la dirección del campo no tiene ninguna
prevención. Lo demuestra la actitud de amplia connivencia manifestada
por los SS frente al contrabando inverso.
Aquí, las cosas son generalmente más sencillas. Se trata de robar o de
comprar después de robado alguno de los variados utensilios,
herramientas, materiales, productos, etcétera con los que a diario
estamos en contacto en la Buna por razones de trabajo; introducirlo en
el campo por la tarde, encontrar el cliente y efectuar el trueque por
pan o sopa. Este tráfico es intensísimo: para determinados artículos,
que no obstante son necesarios para la vida normal del Lager, ésta, la
del hurto en la Buna, es la única y regular vía de abastecimiento. Son
típicos los casos de las escobas, de los barnices, del alambre
eléctrico, del betún de los zapatos. Valga como ejemplo el tráfico de
esta última mercancía.
Como ya hemos dicho en otra parte, el reglamento del campo prescribe que
todas las mañanas los zapatos se embetunen y se les saque brillo, y cada
Blockältester es responsable ante los SS de la obediencia a esta
disposición por parte de todos los hombres de su barracón. Se podría,
pues, pensar que cada barracón disfruta de una asignación periódica de
betún para los zapatos, pero no es así: el mecanismo es otro. Es
necesario anticipar que cada barracón recibe, por las tardes, una
asignación de potaje que es un poco mayor que la suma de las raciones
reglamentarias; el exceso es repartido según el arbitrio del
Blockältester, el cual se procura, en primer lugar, las atenciones para
sus amigos y protegidos, en segundo, las compensaciones debidas a los
barrenderos, a los guardias nocturnos, a los inspectores de piojos y a
todos los demás funcionarios prominentes de la barraca. Lo que todavía
queda (y todo Blockältester astuto hace que siempre sobre), sirve
precisamente para las compras.
Lo demás se comprende: los Häftlinge a los que se les ofrece en la Buna
la ocasión de llenarse la escudilla de grasa o de aceite de máquina (o
de otras cosas: cualquier sustancia negruzca y untuosa se considera al
fin adecuada), llegados al campo por la tarde, hacen sistemáticamente la
ronda de los barracones hasta que encuentran al Blockältester
desprovisto del artículo o que quiere tenerlo en reserva. Por lo demás,
cada barraca tiene por lo menos su abastecedor habitual, con el cual ha
sido pactada una compensación fija diaria a condición de que proporcione
la grasa cada vez que la reserva esté a punto de acabarse.
Todas las noches, junto a las puertas de los Tagesräume, se estacionan
pacientemente los puestos de los proveedores: quietos y en pie durante
horas y horas bajo la lluvia o la nieve, hablan agitadamente y en voz
baja de cuestiones relacionadas con las variaciones de los precios y del
valor del bono–premio. De cuando en cuando alguno se separa del grupo,
hace una breve visita a la Bolsa y vuelve con las últimas noticias.
Además de los ya nombrados, son innumerables los artículos disponibles
en la Buna que pueden ser útiles en el Block, ser agradecidos por el
Blockältester, o suscitar el interés o la curiosidad de los prominentes.
Bombillas, cepillos, jabón corriente o de barba, limas, pinzas, sacos,
clavos; se despacha el alcohol metílico, bueno para hacer bebidas, y la
bencina, buena para encendedores, prodigios de la industria secreta de
los artesanos del Lager.
En esta compleja red de hurtos y contrahurtos, alimentados por la sorda
hostilidad entre los comandos SS y la autoridad civil de la Buna,
función de primer orden tiene el Ka–Be. El Ka–Be es el lugar de menor
resistencia, la válvula por la que más fácilmente pueden evadirse los
reglamentos y eludirse la vigilancia de los Kapos. Todos saben que son
los mismos enfermeros los que reincorporan al mercado, a bajo precio, la
ropa y los zapatos de los muertos y de los seleccionados que parten
desnudos para Birkenau; son los enfermeros y los médicos los que
exportan de la Buna los sulfamídicos asignados, vendiéndolos a los
civiles contra géneros alimentarios.
Además, los enfermeros obtienen grandes ganancias del tráfico de
cucharas. El Lager no provee de cuchara a los recién llegados, aunque el
potaje semilíquido no pueda ser consumido de otra manera. Las cucharas
se fabrican en la Buna, a escondidas y en los ratos libres, por los
Häftlinge que trabajan como especialistas en los Kommandos de herreros y
hojalateros; se trata de bastas y pesadas herramientas, hechas con
chapas trabajadas a martillazos, frecuentemente con el mango afilado, de
modo que sirva al mismo tiempo de cuchillo para cortar el pan. Los
mismos fabricantes las venden directamente a los recién llegados; una
cuchara sencilla vale media ración, una cuchara–cuchillo tres cuartos de
ración de pan. Ahora bien, es ley que en el Ka–Be se pueda entrar con la
cuchara, pero no salir con ella. A los curados, en el acto de darlos de
alta y antes de vestirlos, la cuchara les es confiscada por los
enfermeros, que la envían en venta a la Bolsa. Añadiendo a las cucharas
de los curados las de los muertos y las de los seleccionados, los
enfermeros llegan a percibir a diario las ganancias de la venta de una
cincuentena de cucharas. Por el contrario, los enfermos dados de alta se
ven obligados a reanudar el trabajo con la desventaja inicial de media
ración de pan asignada a la adquisición de una nueva cuchara.
En
fin, el Ka–Be es el principal cliente y comprador de los hurtos
consumados en la Buna: del potaje destinado al Ka–Be veinte buenos
litros al día son presupuestados como fondo de hurtos para adquirir de
los especialistas los artículos más variados. Hay quien roba el fino
tubo de goma utilizado en el Ka–Be para las enteroirrigaciones y las
sondas gástricas; quien llega a ofrecer los lapiceros y tintas de
colores, necesarios para la complicada contabilidad de la comandancia
del Ka–Be; los termómetros y la vajilla y los reactivos químicos que
salen de los almacenes de la Buna en los bolsillos de los Häftlinge y se
emplean en la enfermería como material sanitario.
Y no querría pecar de inmodestia al añadir que ha sido nuestra, de
Alberto y mía, la idea de robar los rollos de papel milimetrado de los
termógrafos de la Oficina de Desecación y ofrecérselos al Médico Jefe
del Ka–Be, sugiriéndole que lo emplee bajo la forma de módulos para los
diagramas pulso–temperatura.
En conclusión, el hurto en la Buna, castigado por la Dirección Civil, es
autorizado y estimulado por los SS; el hurto en el campo, reprimido
severamente por los SS, es considerado por los civiles una operación
normal de cambio; el hurto entre Häftlinge es generalmente castigado
pero el castigo afecta con la misma gravedad al ladrón y al robado.
Quiero invitar ahora al lector a que reflexione sobre lo que podrían
significar en el Lager nuestras palabras "bien" y "mal", "justo" e
"injusto"; que juzgue, basándose en el cuadro que he pintado y los
ejemplos más arriba expuestos, cuánto de nuestro mundo moral normal
podría subsistir más allá de la alambrada de púas.
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